Memoria de un niño republicano en los campos de internamiento franceses
Una nueva colaboración de Mikel Rodríguez
Publicado en Historia 16, nº 348 (abril de 2005)
José Vicente Arizaga nació en Madrid en el seno de una familia progresista. Cuando estalló la guerra, la tragedia se cebó en los suyos. En 1939 se exilió, como tantos compatriotas, en Francia. Y su adolescencia transcurrió en los campos de concentración galos. La ocupación alemana impulsó su paulatina incorporación a las actividades clandestinas. Según cumplía años, su implicación en la lucha antifascista iba siendo mayor, ingresando en el maquis en 1944. Más de sesenta años después, rememora sus andanzas.
Yo nací el 6 de abril de 1924, en Madrid. No quisiera que mi relato se entendiera como búsqueda de protagonismo, porque yo era la última rueda del carro y la mayoría de mis compañeros tendrían muchísimos más méritos y más experiencias que contar. Pero cada vez quedamos menos y creo que es un deber dar testimonio. Porque lo que a mí me sucedió, más o menos, aconteció a toda una generación de españoles.
Mi padre, José Vicente Sánchez, era conserje del Tribunal Supremo, de Salamanca. Mi madre, Jerónima Arizaga Zuazo, guipuzcoana, eibarresa. Mi abuelo materno había sido fabricante de escopetas y tuvo cierta situación económica hasta que le surgieron problemas, así que mi madre estudió. Mis padres eran republicanos y progresistas. Mi madre tuvo por ello algunos rifirrafes. Mi padre era más pacífico. En mi casa se hacían papeletas para las elecciones. Entonces se hacían a máquina por parte de las diferentes organizaciones. Cuando las elecciones del 36, nosotros vivíamos en un ático y llamaron al piso unas monjas. Venían con papeletas. Y me dijo mi madre: Tú no digas nada. Coge las papeletas, que esas no van a servir, porque las romperemos. Cuando en 1936, tras la victoria del Frente Popular, quitaron 5 pesetas del sueldo de los funcionarios para la Guardia Civil - era voluntario, pero en la práctica se obligaba a todo el mundo ambos protestaron y se las tuvieron que devolver por el escándalo que montaron.
Yo estudiaba en el Instituto Cervantes de Madrid. En enero de 1936 entré en la Federación Universitaria Escolar (FUE) y en el radio octavo de pioneros de la JSU. Entonces los niños estábamos muy radicalizados y vivíamos mucho la política. A lo mejor demasiado. Mi padre no tenía carnet de partido, aunque un hermano suyo era socialista y estaba bastante influenciado por él. Cuando la guerra se hizo de la UGT. Hasta ese momento no estaba sindicado porque los funcionarios no podían afiliarse a sindicatos de clase. El presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez, tenía algo de confianza con mi padre porque éste tenía algunos estudios, mi abuelo había sido maestro de escuela rural. Y las cosas las llevaba muy ordenadas y con mucha discreción. Cuando se produjo la sublevación, los chavales de la JSU y de la FUE de más de 16 años se fueron al frente y cuando volvían se traían el fusil y nos enseñaban a utilizarlo. Se daba clase de fusil en el Instituto. También se impartían clases de defensa pasiva: lucha contra incendios, cómo actuar en caso de alarma aérea... También nos dieron un curso a los de la FUE como cobradores de tranvía, para que pudiésemos cubrir los puestos de los trabajadores que estaban en el frente, pero las autoridades no lo permitieron.
Mi madre se puso enferma y de niño mimado tuve que pasar a chaval mayor: hacer las colas para comprar y llevar la casa. Murió de enfermedad el 22 de noviembre de 1936. Cogió una pulmonía que evolucionó a pleuresía. En tiempo normal hubiera podido salvarse, pero claro, en esa situación no había ni médicos ni medicamentos. Una prima mía de Eibar, que vivía en Madrid, fue la que estuvo con ella y me dijo que en un hospital, desbordado de gente, en un pasillo, murió. A mi padre le trasladaron primero a Valencia y luego a Barcelona. Cuando mi madre se puso mala, me mandaron con un tío que era teniente coronel de ingenieros y mandaba la plaza de Aranjuez. Para cuando mi padre me recuperó en Valencia, habían pasado dos meses ya.
En los campos de internamiento franceses
El 22 de enero de 1939 tuvimos que salir de Barcelona a la estampida. Mi padre, mi tío Vicente Vicente, que era director de la prisión de Estado de Barcelona, y yo. Llegamos a Agullana, cerca de la frontera, donde estaban Negrín y miembros del ministerio de Justicia. Pasamos a Francia la noche del 6 al 7 de febrero por Le Perthus. Tuvimos suerte y el día siguiente fue soleado. En la frontera dejaron pasar a un grupo de diez, que cabía en una ambulancia, pero para eso teníamos que disgregar nuestro grupo. Como chapurreaba algunas palabras de francés mi madre lo hablaba muy bien les dije a los guardias móviles que íbamos a pasar los tres juntos. Así que, en lugar de en ambulancia, fuimos andando hasta Argéles. En la frontera ocurrió una anécdota que a veces me ha hecho llorar. Había un hombre al lado mío, un guardia de asalto, que después de mirarme mucho, se levantó y sacó de su mochila una lata de leche, una lata de carne y un jersey. Me las dio y dijo: ¡Dónde estará mi hija! En ese momento, yo era un chaval y no supe corresponder lo suficiente. Ahora lo entiendo. Quien no ha pasado por esa situación no puede comprender el valor y el significado de aquel gesto.
Llegamos a Le Boulou, en un prado descansamos algunas horas. A la salida del pueblo nos dieron una bola de pan, la única comida que nos proporcionó en diez días la administración francesa. Con el pan y la comida del guardia de asalto pasamos aquel tiempo, el hambre nos las hizo pasar canutas.
Argéles era una playa grande, de varios kilómetros, con un poco de vegetación. Nominalmente existían ocho campos, pero no se había construido nada aún. Y cuando llegamos, lo único que había eran unos postes con altavoces desde donde daban órdenes. Se dormía sobre la arena. No había barracas, no había letrinas, ni sitios donde lavarse... El agua estaba en malas condiciones y provocó unas disenterías enormes: a veces no había tiempo de alejarse para hacer las necesidades fisiológicas. Había que tener cuidado de no perderse del grupo. Para poder volver, se ponía un trapo en un palo y te decían: Si vas a la playa - lo que no era más que una forma fina de decir si te vas a hacer tus necesidades - esta es la referencia. Un capitán del Ejército Popular que mantenía su compañía me dijo: Chaval, ¿has comido? Pasa. Y durante una semana estuve comiendo con ellos al mediodía, pero no me dejaron sacar comida para mi padre. Había quien había podido pasar un camión con alimentos y, como mantenía su estructura militar, la compañía se la repartía. Pero la mayoría se las apañaba como podía. Yo he visto prender fuego a una rueda de camión, con el vehículo encima, para hacer allí la comida.
Las autoridades estaban desbordadas. Entramos quizás medio millón, no se sabe muy bien, y los franceses sólo esperaban a miles. Pero en libros como Más allá de la muerte de Louis Stein también se muestra la otra cara de la moneda, las personas que hicieron el gran negocio con la madera de los campos. Al principio sólo había tres campos de concentración: Barcarés, Saint Cyprien y Argéles, y algunos centros pequeños, como la Tour de Carol, donde se pasaba muchísimo frío. En todos los campos existía un lugar para los castigos, lo llamábamos el hipódromo. En unos campos se hacía correr al prisionero en círculo con un peso, en otros se le encerraba solo en un cuchitril.
Los militares estaban en el Campo 1 de Argéles, a los funcionarios nos congregaban en el 7 bis y el 8 era el de las familias. Las mujeres tenían que hacer sus necesidades al aire libre, con unas mantas les hacían un corrillo, con el que sostenía la manta mirando al exterior. Había muchos rumores y se decía que el Ejército francés iba a pasar la frontera para hacer una especie de marca donde nos llevaría hasta que se arreglasen las cosas. Había gran cantidad de bulos: un arreglo, una amnistía, el establecimiento de una monarquía constitucional, que todo se arreglaría pronto... En lugar de exiliados, como en la letra de una canción que alguien compuso con música de tango, nos definíamos como turistas refugiados.
El 2 de marzo de 1939 pasamos al campo de Bran. Allí ya había barracas y una organización de guardias móviles, todo al mando de un capitán de la Gendarmería, el comandante Casagne. Un tío altote y facha. Porque una cosa es ser militar y tener una disciplina, y otra diferente tratar mal a la gente. Nos dio un discurso diciendo que en Francia mandan los franceses y hay que obedecer. Y concluyó explicando que en Francia existe el teléfono. Si alguien se escapa, llamamos y lo cogen. En cada entrada a las secciones, en Bran se llamaban quartier, en otros campos era el islote, había un montón de latas vacías que servían de plato a quien no lo tenía. Cogías un bote, lo lavabas con tierra y era tu plato. Otro mal detalle eran los registros. Cuando entré, como llevaba una manta alrededor del cuerpo, en bandolera, pensaban que escondía un arma. Y me decían Pistolet, pistolet! Y me la hacían extender en el suelo para revisarla. La operación se repitió muchas veces, porque cada guardia pensaba que no me habían registrado hasta ese momento al ser un chaval. Y había que callarse ante tanto trato injurioso.
Nos hicieron un interrogatorio policial, en el peor estilo. La policía secreta, que luego apoyó a los nazis. Preguntas que la gente no puede creerse. Entré solo, con quince años, porque no dejaron a mi padre acompañarme. Pregunta: ¿Qué clases de armas sabes manejar? ¿Sabes pilotar un avión? ¿Sabes pilotar un carro de combate? ¿Qué clase de explosivos sabes manejar? ¿Qué enfermedades venéreas has padecido? ¿Quieres entrar en la Legión? Un interrogatorio idiota, tanto que el intérprete se cabreó, que hubiera podido costarle caro, y dijo: ¡Ya está bien! Los franceses se estaban riendo de mí. En este campo los internados daban charlas, quien destacaba en determinado campo impartía una conferencia al respecto. El 14 de abril se pasó la consigna de que, a determinado toque de corneta, todos los presos diesen un ¡Viva la República! Sonó como un cañonazo.
En Bran se comía mal, pero se comía. Estaba asegurado a la mañana una especie de café, el cassecroute, una especie de almuerzo que era interesante porque consistía en una barra de chocolate o algo de paté que, aunque era del malo, esas proteínas no las había en el resto de la comida. La medida de la ración era una lata de leche vacía y se nos servía en grupos de veinte. Si sobraba algo, repetías, era el reenganche. Y lo mismo por la noche. Como no había luz, cuando anochecía, aunque fuesen las cinco de la tarde, te ibas a dormir entre la paja y los piojos. Tantos piojos como paja. Eran barracas de madera, con tela alquitranada. Pero, por lo menos, se comía y había una enfermería. El invierno de 1939-40 fue muy frío y en el campo de Bran llegaron a hacer temperaturas de 22º bajo cero. Instalaron en cada quartier un barracón con una estufa, pero allí no cabían todos. De la Cruz Roja no supimos nada en ningún campo de los que estuve. La ayuda procedía de Solidaridad Internacional Antifascista, que era anarquista, los suecos y los noruegos.
Había unos 30 ó 40 chavales. El único trato de favor que tuvimos fue que nos pusieron inyecciones contra la difteria y otras enfermedades. Hacíamos los mismos servicios, salvo cortar leña, pelar patatas, trabajar en la panadería de la Región Militar y el servicio de la mierda, que era lo peor. Había que subir lo que llamábamos el tranvía, un artilugio de madera como los tranvías antiguos, con dos bancos paralelos, con los cubos debajo. Cuando los cubos se llenaban, había que cargarlos en camiones y eso se vendía, ahí había negocio. Pero, claro, la gente se ponía perdida. Me dedicaba a escribir las cartas a los que no sabían, ir a buscar el almuerzo, ir a buscar el correo, cositas de esas que mandaba el jefe del barracón.
Yo era un chaval y apenas me daba cuenta, pero había tensiones políticas, sobre todo cuando el Pacto Germano-soviético. Pero esas cosas no me llegaban. En un chaval todo es nuevo y no pensaba mucho en la vuelta a España. Mi preocupación era la comida. En el campo de Bran cumplí los 15 años. Ya en el 40 quedaba poca gente, porque los habían mandado a las compañías de trabajo o habían retornado a España. Había un islote, el D, que era el de los que regresaban. Pero mi padre no podía volver porque temía represalias. Y además ¿qué garantía de juicio había? Le dijeron desde España que la situación aquí no estaba bien. Casi nunca se recibían cartas, pero las pocas que llegaban daban a entender que la cosa no estaba clara.
Como mi padre tenía cierta edad no le metieron en ninguna compañía de trabajo, ni a mí tampoco por ser menor. En febrero de 1940 llegaron algunos patronos y el jefe del campo nos hizo un discurso que ni Millán Astray: ¡Sois la basura de la sociedad! No queréis trabajar, sois unos vagos. Y en el campo casi sólo quedaban cuatro viejos. Un patrón pedía mecánicos de aviación, que ya no quedaba ninguno, otro me quería llevar a una mina de carbón... En mi barracón había uno que había sido jugador internacional de fútbol, Manuel Rodríguez, que me pidió le dijese al de la empresa Dewoitine que sabía jugar al fútbol. Me adelanté un paso, se lo dije, me preguntó si tenía documentos y se lo llevó. Al final nos cogió un hombre bastante razonable. El 22 de febrero nos sacó para trabajar en trabajos nuevos, es decir, pico y pala, en una siderurgia de Saint Juery, en el Tarn. Allí se hacían carcasas de carros de combate y obuses, aunque casi ninguno salió para el frente.
La derrota de los franceses nos cogió por sorpresa a todos. Recuerdo que una de las pocas veces que estábamos en la capital del Tarn, en Albi, estábamos tomando un refresco y, de repente, comenzaron a llegar coches con colchones, algo que recordaba a la guerra de España. Estuvimos cuatro meses y la población se comportó de forma exquisita. Cuando los alemanes vencieron a Francia, aunque no ocuparon la Zona Libre, vino una delegación a interrumpir la fabricación de armamento. Las autoridades de Vichy nos encerraron en vagones de mercancías, que ponían 8 caballos-40 hombres. Cerraron las puertas y la población exigió que, mientras no saliera el tren, se mantuviesen abiertos los vagones. Y nos trajeron comida, se hizo un baile. Aquella población mostró espíritu de solidaridad y yo lo tengo metido aquí, en el corazón.
Había miedo de que, en lugar de mandarnos de nuevo al campo, nos enviaran a España y algunos, para cuando quisieron darse cuenta, aterrizaron en Irún. En Narbona había un montón de senegaleses montando guardia y cerraron la estación. Se acercó un ferroviario simulando engrasar. Le comentamos nuestra inquietud. Dijo: Esperad, voy a enterarme. Cuando volvió nos comunicó que nos llevaban a Argéles y nos saludó puño en alto.
Entramos de nuevo en Argéles el 10 de julio de 1940. Fuimos al Campo I, a la barraca 386. Comíamos tan poco que había que levantarse muy lento, porque si no te desmayabas. Allí estaba algún alemán de las Brigadas Internacionales conocido de Bran. Los internacionales tenían su propio campo, lo llevaban con mucha disciplina y se habían organizado muy bien. Todos hacían algo, incluso los mutilados, principalmente juguetes... Fundían cantimploras de aluminio para hacer maquetas de aviones y las partes transparentes las conseguían del plástico de los cepillos de dientes que enviaron los suecos. Eso lo vendían y repartían el dinero, con lo que tenían más comida. Un día llegó la infantería, los spahis marroquíes, los guardias móviles, una auténtica invasión. Incluso había una corbeta de la Marina francesa en la playa y sacaron a los internacionales a porrazos, a rastras, los cargaban en camiones tirándolos como sacos. Y en el campo de mujeres se sublevaron, pensando que luego les iba a pasar lo mismo a ellas. En noviembre de 1940 hubo unas inundaciones, lo que ahora se llama gota fría, y el campo de mujeres se cubrió con dos metros de agua. Hasta el último momento no las querían sacar y las mujeres volvieron a sublevarse, les dieron una paliza a los guardianes de las puertas y entraron en nuestro campo, que tenía menos agua. La pasamos amarga, porque la riada que bajaba por el Tec traía cerdos y vacas muertos flotando. En 1941 se hicieron un campo para gitanos y otro para judíos.
En marzo de 1941 la dirección militar del campo me hizo jefe del barracón a los 17 años, porque la docena que quedaba se escaqueó diciendo que no sabían leer ni escribir. Por esa época nos pasaron una notificación de la dirección, ofreciéndonos una gratificación por rabo de rata muerta, porque nos comían vivos. Cavamos en el suelo y encontramos los túneles de las madrigueras. Matamos varias docenas de ratones y una rata enorme, como un conejo. Uno dijo que se la guardásemos, que él la cocinaría y la despellejó. Era una rata bien hermosa. Y mi padre, como un loco para que no me la comiese. Al final los franceses no nos pagaron las ratas muertas. También había una cantidad de pulgas increíble, tantas que hacían vibrar la arena.
En Argéles había una gran incertidumbre, gran desinformación. Apenas entraban diarios y estos venían censurados. Sabíamos que estaban bombardeando Inglaterra, que habían invadido Grecia... Parecía que se hundía el mundo. Había de vez en cuando requisas y la gente se cambió de nombre para que no les llevaran a España. Si las autoridades de Vichy descubrían un alto cargo republicano, trataban de enviarlo a España, a veces sin procedimiento judicial de por medio. En nuestro barracón había un coronel del Ejército que ocultó su identidad y recuerdo a otro compañero, que se hacía llamar Gironés, que había cambiado tres veces de nombre.
Un chaval de esa edad se busca referentes. En Bran me llamaba la atención José María García Bellido, gran persona, un intelectual, siempre tomando notas de todo. En Argéles, una de las personas que más me marcaron era un violinista del Liceo de Barcelona, José María Pedrol y Pedrol. Trabajaba como nosotros de pico y pala en la siderurgia, pero cuando volvía al barracón, en cuanto podía, preguntaba: ¿Habéis pasado todos al baño? Entonces entraba y se ponía a tocar, para no perder la práctica. Era aquella cosa de no perder la dignidad.
En el 401 Grupo de Trabajadores
El 31 de mayo de 1941 nos sacaron a trabajar en el 401 Grupo de Trabajadores Extranjeros. A la construcción de un embalse en el Cantal, el barrage de Larroquebron, cuyo verdadero nombre era Saint Etiénne Cantales. Algunos trabajadores de la cantera procedían del XIV Cuerpo de Guerrilleros, entre ellos Silvestre Gómez. Le llamábamos el civilón, porque tenía aspecto de guardia civil, sólo le faltaba el tricornio. Eso de que la Resistencia se creó desde el primer momento es falso. Pétain declaraba que habían sido derrotados porque se había perdido el espíritu de la nación, que había que recobrar las raíces y volver a la agricultura... Unos discursos muy patéticos, con una raíz patriótica para ganarse a la gente. Se crearon primero los compagnons de Francia, una policía paralela, que estuvieron guardándonos en Argéles. Eran civiles a los que se había dado una pistola. Luego se creó la Milicia, que era la Falange, de lo peorcito, peores que los alemanes. A las tres semanas de estar en la cantera se produjo la invasión de la Unión Soviética. Alguien tenía un aparato de radio en una choza apartada de los barracones donde dormíamos. El que estaba allí para tomar notas e informar de lo que pasaba era una catástrofe, confundía un frente con otro y me mandaron a mí. Tenía 17 años. Cogía las noticias del servicio de la BBC en francés y luego iba a todos los barracones a dar el parte. Era Pepito, todos los chavales éramos Juanito, Antoñito, etc. y nos hemos quedado con eso. Teníamos una moral bastante ilusa, creíamos que el hundimiento del frente soviético era una artimaña para que entrasen los alemanes y luego coparlos. Yo no estaba afiliado, pero trabajaba con la JSU y el Partido, aunque todavía no lo sabía.
Nos trataban muy mal, hubo un hecho asqueroso. Cuando llegaron las Navidades, la empresa entregó juguetes a los niños franceses y no a los españoles, porque dijeron que no habían trabajado todo el año entero. Y sólo eran 7 niños. Y el Partido, las Juventudes y otras gentes prepararon algo. Pidieron a la cantinera permiso para hacer una fiesta, juntaron los tickets de chocolate de un par de meses, algo de dinero y los que trabajaban en la carpintería fabricaron a escondidas algunos juguetes toscos aposta, para dar a entender la queja. Se hizo una chocolatada a la que se invitó a los compañeros franceses de clase de los niños españoles y a la dirección de la empresa. Una niña española pronunció el discurso: A los niños españoles Papa Noel no nos quiere, pero tenemos ayuda de nuestros amigos. Y a continuación se entregaron los juguetes. Otro aspecto de la recuperación de la moral en aquellas Navidades del 41 fue que nadie tenía una perra y nos metimos en la cama. Y uno saltó: ¡Hay que levantarse, hay que cantar, alegría! Repartimos la poca comida que teníamos e hicimos una fiesta. Y quedamos en organizar otra fiesta lo antes posible.
La única forma de obtener un permiso de 24 horas era, si tenías más de 18 años, decir que el domingo ibas a una casa de putas de Aurillac, a 27 kilómetros. Sólo te daban 1 ó 2 al año. Era muy complicado: tenían que firmar el jefe de equipo, el jefe de obra, el ingeniero y el capitán del Grupo de Trabajadores Extranjeros. Luego el gendarme de tu pueblo ponía el sello de salida y el del Aurillac el sello de entrada y el de salida cuando regresabas. Era la única razón por la que los oficiales te dejaban salir, quizá porque tenían comisión. Ibas allí, te tomabas una gaseosa y, haciendo como si no te gustaba ninguna, te dirigías hacia la otra casa de citas. Cuando te perdían de vista, te escapabas al cine o a dar un paseo. Los que estaban en la clandestinidad aprovechaban estos permisos para realizar sus labores, porque la chica de la oficina proporcionaba impresos en blanco para esos desplazamientos. A la vuelta, los militares se cachondeaban, preguntándote qué tal, diciendo que te veían más delgado o dándote palmaditas.
El 1º de mayo del 42 ingresé oficialmente en la JSU e inmediatamente me nombraron secretario de Organización del comité local. También reproducía a mano los periódicos Juventud de la JSU - y Alianza. Hacía de 30 a 40 ejemplares. Éramos unos 50 sobre 400 españoles. Y otra cantidad parecida en el embalse del Aigle, donde la mayoría eran libertarios. En la Roquebron había comunistas, libertarios y socialistas totalmente pasivos, pero predominábamos los primeros. Los libertarios seguían lo que se decidía en el Aigle. Ls relaciones eran buenas. Hubo una redada en Toulouse y la policía obtuvo datos de la organización de la JSU en Larroquebron. Interrogaron a un compañero libertario, Ginés. Éste, que había sido policía, me dijo a la vuelta: Cuidado. Ahora van a ir por vosotros. Nosotros ya hemos cumplido. Resultó que sabía que estábamos realizando actividades clandestinas para el Partido y no había dicho nada. Ese día él y su compañero Orozco realizaron mi trabajo en la cantera para que yo pudiese avisar a los demás del peligro.
En 42 vino el célebre Otto, un alemán que se dice había hecho la guerra con la República. Soltaba un discurso para enrolar trabajadores para Alemania en todos los lugares donde había españoles. Habló con el director de la empresa y nos obligaron a estar todos presentes. Hizo su discurso en francés y español: Los franceses se han comportado muy mal con vosotros, los alemanes hemos luchado con vosotros, pero reconocemos que sois hombres. Vosotros sois verdaderos hombres y en Alemania os trataremos y os pagaremos bien. Yo no fui y un amigo, Antonio Martos Montoya, tampoco por lo que nos llevamos una bronca de órdago del Partido. Del grupo se presentaron cinco o seis voluntarios, gente que había perdido el norte. Como yo era de los gallitos y hablaba demasiado, un camarada me dijo: Esta noche, tú vas al cine y además vas a hacer el imbécil, para que se te note. Yo no quería y a la hora llegaron dos compañeros que me escoltaron hasta allí. Esa noche les quemaron las maletas a los voluntarios. Hoy me da pena, pero entonces era lo más lógico. Como estaba significado, me quisieron dar una coartada. Meses después trajeron cientos de cartulinas para que los compañeros escribiesen dos consignas: Vive le 1º mai! y Ne partez pas travailler en Alemagne! Como la mayoría tenían faltas de ortografía o estaban escritas en castellano, hubo que rehacerlas para que no se viese que habíamos sido nosotros.
El 16 de febrero de 1943 hicimos una fiesta española para conmemorar el aniversario de la victoria del Frente Popular y celebrar la victoria de Stalingrado. Los campesinos nos dijeron que tenían un ternero y que, antes de dárselo a los alemanes, preferían vendérnoslo. Miguelito, uno de 1.80 y yo lo trajimos y se asó. Aquel día nos hartamos a carne, había quien no la había comido desde hacía años. Ese año la empresa mandó a parte del personal a la construcción de un embalse en Argentat y el prefecto los entregó a los alemanes como trabajadores forzados junto a otros compatriotas del embalse de la Maronne. Se trataba de la rèléve: por cada dos trabajadores, los alemanes liberaban a un prisionero de guerra. La propaganda de Vichy mostraba como salían trenes llenos de trabajadores eufóricos y una segunda imagen con trenes en que regresaban los soldados los prisioneros de 1940. Para no enviar franceses, el prefecto envió a los españoles. Afortunadamente, la mayoría de estos deportados se salvó. Las primeras grandes concentraciones de maquis en 1943 tuvieron que ver con esta huida del servicio de trabajo obligatorio.
La guerrilla se inició de forma muy discreta. El encargado, Silvestre Gómez, apodado el civilón y el verrugas, era discretísimo. Había un grupo de jóvenes, de veintitantos, que habían hecho la guerra y les teníamos mucha tirria porque eran los que cortaban el bacalao: Ojeda, Sánchez, Brillantina... Ya eran guerrilleros. Yo descubrí que existían porque Blas Hernández me solía pedir mi maletín de cartón, donde tenía unas mudas por si tenía que salir al escape. Una vez que me lo devolvió, fui a poner mi ropa y olía que apestaba a dinamita. Se lo dije, se echó a reír, cogió el maletín y, cuando me lo devolvió, no olía a nada. En la década de los sesenta, nacionalizado francés, visitó su pueblo, creo que era de Orihuela. Y allí lo asesinaron unos criminales comunes en un altercado preparado por los falangistas. Su mujer se volvió loca.
Las acciones se hacían el fin de semana, porque no había guerrilleros en el bosque, todos estaban legales, trabajando con un horario. Todavía no estaban los ánimos para echarse al monte. La segunda vez que descubrí que había guerrilleros fue cuando hubo que buscar documentación para un compañero que tenía que huir porque había pegado un bofetón al jefe de equipo. Me mandaron a ver al andorrano. Aparentaba ser un campesinote tosco, que no sabía leer ni escribir, con un lenguaje muy limitado, viviendo en una habitación alquilada de un caserío. ¡Y resultó que era uno de los falsificadores del Partido, el que escribía la documentación! También había otra persona que simulaba ser muy simple, vestía un pantalón hecho con sacos de cemento, que luego resultó ser un antiguo gobernador civil.
En la guerrilla
A principios del 44 me dijeron que si quería ingresar en la guerrilla y les dije que sí, que no tenía inconveniente. Pero tuve que escaparme antes porque nos hicieron una falsa denuncia a Antonio Martos Montoya y a mí como saboteadores. Me escapé el 31de marzo y antes di los datos del polvorín de los trabajadores polacos, para que lo robasen unos días después de nuestra partida. A mi amigo Antonio lo mataron los alemanes en la 3ª Brigada del Ariège. La amistad de aquella época, de chavales, era de hermandad. Antonio era bien parecido, le caía bien a las mujeres, tenía un éxito formidable. La muerte de aquel pobre chaval siempre fue una herida. Él tenía 19 años, yo 20. Los que se quedaron, cuando el desembarco de Normandía, fueron llevados por uno de los jefes de la empresa al maquis. Italianos y franceses. Y casi todos murieron a Mont Mouchet, entre ellos dos mujeres. Con un antiguo capitán de Líster vine a dar a una aldea junto a Tries sur Baines, en el Puy Darrieny. Nos instalamos en un molino abandonado, hicimos un pequeño campamento, como que cortábamos leña. La vendíamos para tener un poco de dinero, pero no engañábamos a nadie. Al mes y medio vino la Milicia y estableció un control para detenernos, pero felizmente no nos cogieron porque del pueblo nos informaron.
Cuando pasábamos de Tarbes a Pau, en mitad de camino, en Lourdes, subió la Gestapo al tren. Como en las películas, con sombrero y vestidos de cuero de arriba abajo. Detrás de ellos venían los que llamábamos los perros, la policía militar, con cadena al cuello y la metralleta en la mano. La Gestapo, muy educada, con guantes, pidiendo la documentación. Nosotros teníamos tres papeles falsos con nuestro nombre real: uno, de que pertenecíamos a determinado grupo de trabajadores, la orden de misión de trasladarnos a tal lugar y la cartilla de racionamiento. Y documentos legales también, porque habíamos podido consularnos en el viceconsulado de Rodez, porque el vicecónsul era contrario a Franco. Nos miraron las manos para ver si teníamos callos. El alemán se convenció y se despidió con un ¡Buen viaje! en castellano. Por esa época, los tebeos de las Juventudes de Acción Católica, no sé si la edición era para los Bajos Pirineos o para toda Francia, todavía nos atacaban. Recuerdo una historia, La denuncia se titulaba, en que unos niños vigilaban a unos leñadores españoles malcarados, negros y con boina, que realizaban actos ilegales y al final los delataban a la Gendarmería. Ya comprenderás con que mal cuerpo leíamos estas cosas.
Al llegar a Pau nos esperaba un camarada, pero pasamos un gran apuro porque en aquellos días habían matado al jefe de la Milicia y había toque de queda. Dormimos en un pequeño hotel y pasamos bastante miedo, éramos siete y estuvimos viendo como salir de allí en caso de ataque. Nuestro jefe era Raimundo Peña, el coci. Un antiguo teniente, muy competente. Al final de la Guerra Civil, aunque procedía de las Juventudes Socialistas, lo capturaron los de Casado y lo entregaron a los franquistas. Estaba encerrado en la plaza de toros de Valencia, seguro de que iba a morir porque era muy conocido por su actividad en Carabanchel. Pero se dio cuenta de que la única diferencia entre su uniforme y el de los que lo custodiaban era el bajo del pantalón y la borla de la gorra. Se vendó los bajos del pantalón, consiguió una borla y salió tan campante por la puerta, logrando luego escapar a Francia.
Ya cuando se hizo de día y acabó el toque de queda, pudimos salir. Contactamos con alguno de la 10 Brigada que nos mandó a una zona de colinas en las afueras de Pau, el clos Henry IV, al otro lado del pueblo, Jurancon, que entonces era un municipio independiente y ahora es un barrio de Pau. Esto ocurría en la época del desembarco de Normandía. Allí nos instalamos en la hondonada boscosa de una colina, en un barracón donde se habían hecho bailes clandestinos. Éramos en principio siete, pero comenzaron a llegar jóvenes franceses. El mando aliado había convocado la sublevación general, eso se hizo por clave radiofónica, y empezó a venir gente sin ninguna idea. Un jovencito cogió tal borrachera que se lo tuvieron que llevar, dos se pelearon a puñetazos por una pistola... Armaban un jaleo terrible y eso con los alemanes cerca. Además, no había armas para todos. Así que a la mayoría se les devolvió a casa a los dos días. Aquí no pasó nada, pero esa imprudencia de Londres costó muy cara en otros lugares, porque estos grupos grandes y sin experiencia, mal armados, fueron machacados por los alemanes. A nuestro jefe francés, o le caíamos mal o era un militar de carrera, porque nunca habló directamente con nosotros, sino a través de su ayudante. Estuvimos unas tres semanas, pero el escándalo era tanto que nos ordenaron que nos fuésemos de allí.
De refilón paramos en la 10 Brigada, en la primera compañía del primer batallón. No había armas para todos. La primera noche había que hacer guardia y, aunque era el único novato, me dieron un mosquetón. No tenía ni idea de cómo funcionaba, pero rechazar un arma en aquellas circunstancias era quedarse sin nada. No todos los compañeros tenían un arma, yo la tuve desde el primer día y eso era un orgullo. Estuvimos en la frontera con Jaca, en Forges de Abel, el último pueblo, en la boca del túnel del Canfranc. Allí estuvimos quince días, con un frío terrible. Al ingresar en la compañía, me nombraron jefe de la 6ª sección, un seudónimo de comisario, pese a que había personas con mucha más experiencia, porque pensaron que iban a venir muchos jóvenes que se entenderían mejor conmigo. Nuestro capitán era gallego, un buenazo al que llamábamos tres peritas. Era un tío agarrado, no para él, sino porque no gastaba nada de la cantidad de dinero que le habían dado. Me hizo una vez hacer la suma de nuevo de todos los gastos porque faltaban 25 céntimos. Luego en Cambo nos encontramos con dos curas vascos de los que estaban con el obispo Múgica. Queríamos hablar con ellos, pero estaban distantes, era como si viesen al demonio. Comíamos en el casino de Salies, que los alemanes habían dejado hecho un asco. Lo limpiamos nosotros, con gran entusiasmo, porque hacía mucho que no trabajábamos, con baldes de agua. Mandamos a los prisioneros alemanes a Pau, pero resultó que los franceses detuvieron a uno de nuestros hombres, Mariano García, porque, como era alto y rubio y no sabía francés, creyeron que era otro alemán más.
En Helette hacíamos funciones de autoridad militar en la frontera. Una patrulla detuvo a tres del pueblo que llevaban contrabando. El capitán, que tenía bastante cabeza, se dio cuenta que aquello era un problema, porque no queríamos indisponernos con la población. Estuvo pensando como solucionarlo y al final me dijo: Vamos a ver al cura. E hicimos teatro el cura y nosotros: Mire usted, padre, tenemos un problema. A ver si usted tiene una idea para darle solución. Mi orden es entregar a los contrabandistas para que pasen a juicio militar, pero todavía no he comunicado su detención a las autoridades militares. El cura nos dio la solución que queríamos: Tráigalos aquí, que yo les echaré una bronca ante ustedes, pero no es conveniente que esto pase a jurisdicción militar. Y allí les echó un sermón. Parábamos el tren que venía de España y, acompañados de los gendarmes, pedíamos la documentación como autoridad militar. Que esto a los gendarmes no les debía de hacer mucha gracia.
En septiembre de 1944 nos llegó una circular, era la primera noticia que tuvimos del partido socialista durante años. En ella se decía que los militantes que no abandonasen la guerrilla de la UNE quedaban expulsados del PSOE. Lo estuvimos discutiendo en la JSU. Los socialistas de mi compañía se fueron a casa. Cuando recibieron la orden, porque entonces tener un carnet era cosa sagrada, se fueron, algunos incluso llorando.
Creíamos que la cosa en España estaba a punto de caer, no conocíamos la actitud de Churchill. Se pasaba mucha gente para Francia. Uno de estos, un dibujante, nos decía: Lo ponéis muy fácil todo. Oye, yo vengo de allí y vosotros estáis totalmente equivocados. En cuanto vayáis de paisano, en cualquier pueblo, rápido os identifican, en la manera de hablar, en la manera de andar. Estáis perdidos. De Helette nos mandaron a Cambo. Un día hubo una especie de mitin, una arenga. Y los que habían hecho la guerra de España dijeron ¡Tate, vamos al frente! Total, que aquella misma noche pasamos un grupo de 52.
Tras estar un par de días en España, vagando de un lado a otro, sufrimos una emboscada. Murió el comisario, José Silva, y otros compañeros. Decidimos volver a Francia y, tras cruzar la frontera, entramos a descansar y a comer en dos bordas de pastores cerca de Sara. Habíamos matado un cordero y lo estábamos comiendo. He leído en un libro que eran las 4.30 de la tarde, podría ser. Empezó el tiroteo. Iba a salir y uno, con más experiencia, me paró con un gesto. Me dijo que cuidado, que podían estar fuera. Miramos y vimos que estaban atacando la otra borda, a unos cien metros. Salimos e hicimos frente y empezamos a tirar. Pero las cosas iban mal, porque los fusiles ametralladores fallaron y los que tenían más experiencia se dieron cuenta que tampoco sonaban en la otra borda. Ninguno de los cinco fusiles ametralladores ingleses funcionaba, sólo uno alemán. Como anécdota chusca puedo decir que un chico guipuzcoano, tendría unos 18 años, preguntó al capitán: - La situación, ¿es grave? - No, tranquilo, esto no es nada le respondió el capitán, pensando que así calmaría sus nervios. - Pues entonces, me vuelvo a comer. Entró y siguió comiendo tan tranquilo.
En la otra borda, nuestro comandante, Cabero, que era un hombre de mucha sangre fría, salió a abastecer el fusil ametrallador y lo mataron. Con el jaleo llegaron en camiones los franceses del Cuerpo Franco Pommiés, que no eran comunistas, pero nos tenían mucho aprecio porque habían luchado contra los alemanes. Y formaron frente a los franquistas, que se largaron. Nos trajeron unas barras de pan blanco y nos lo fueron dando en pedazos pequeños. En total tuvimos 8 muertos de 52. Enterramos a nuestro comandante en una ceremonia pública, aunque sólo dejaron desfilar a los que tenían el uniforme completo y sabían marcar el paso.
Nos convertimos en el 8º Batallón de Seguridad y nos llevaron a 80 kilómetros de la frontera, para no irritar a Franco. Había mucha presión de los norteamericanos para no molestar a Franco, pero los historiadores hablan muy poco de estas cosas. Finalmente llegó una orden de que, o nos incorporábamos al Ejército francés, o nos desmovilizaban. En marzo de 1945 nos desmovilizaron y a finales de año ingresé en el PCE. Trabajé en la construcción y lo simultaneaba con labores para el Partido en diferentes comités departamentales hasta mi regreso a España tras la muerte del Dictador.
Publicado en Historia 16, nº 348 (abril de 2005)
José Vicente Arizaga nació en Madrid en el seno de una familia progresista. Cuando estalló la guerra, la tragedia se cebó en los suyos. En 1939 se exilió, como tantos compatriotas, en Francia. Y su adolescencia transcurrió en los campos de concentración galos. La ocupación alemana impulsó su paulatina incorporación a las actividades clandestinas. Según cumplía años, su implicación en la lucha antifascista iba siendo mayor, ingresando en el maquis en 1944. Más de sesenta años después, rememora sus andanzas.
Yo nací el 6 de abril de 1924, en Madrid. No quisiera que mi relato se entendiera como búsqueda de protagonismo, porque yo era la última rueda del carro y la mayoría de mis compañeros tendrían muchísimos más méritos y más experiencias que contar. Pero cada vez quedamos menos y creo que es un deber dar testimonio. Porque lo que a mí me sucedió, más o menos, aconteció a toda una generación de españoles.
Mi padre, José Vicente Sánchez, era conserje del Tribunal Supremo, de Salamanca. Mi madre, Jerónima Arizaga Zuazo, guipuzcoana, eibarresa. Mi abuelo materno había sido fabricante de escopetas y tuvo cierta situación económica hasta que le surgieron problemas, así que mi madre estudió. Mis padres eran republicanos y progresistas. Mi madre tuvo por ello algunos rifirrafes. Mi padre era más pacífico. En mi casa se hacían papeletas para las elecciones. Entonces se hacían a máquina por parte de las diferentes organizaciones. Cuando las elecciones del 36, nosotros vivíamos en un ático y llamaron al piso unas monjas. Venían con papeletas. Y me dijo mi madre: Tú no digas nada. Coge las papeletas, que esas no van a servir, porque las romperemos. Cuando en 1936, tras la victoria del Frente Popular, quitaron 5 pesetas del sueldo de los funcionarios para la Guardia Civil - era voluntario, pero en la práctica se obligaba a todo el mundo ambos protestaron y se las tuvieron que devolver por el escándalo que montaron.
Yo estudiaba en el Instituto Cervantes de Madrid. En enero de 1936 entré en la Federación Universitaria Escolar (FUE) y en el radio octavo de pioneros de la JSU. Entonces los niños estábamos muy radicalizados y vivíamos mucho la política. A lo mejor demasiado. Mi padre no tenía carnet de partido, aunque un hermano suyo era socialista y estaba bastante influenciado por él. Cuando la guerra se hizo de la UGT. Hasta ese momento no estaba sindicado porque los funcionarios no podían afiliarse a sindicatos de clase. El presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez, tenía algo de confianza con mi padre porque éste tenía algunos estudios, mi abuelo había sido maestro de escuela rural. Y las cosas las llevaba muy ordenadas y con mucha discreción. Cuando se produjo la sublevación, los chavales de la JSU y de la FUE de más de 16 años se fueron al frente y cuando volvían se traían el fusil y nos enseñaban a utilizarlo. Se daba clase de fusil en el Instituto. También se impartían clases de defensa pasiva: lucha contra incendios, cómo actuar en caso de alarma aérea... También nos dieron un curso a los de la FUE como cobradores de tranvía, para que pudiésemos cubrir los puestos de los trabajadores que estaban en el frente, pero las autoridades no lo permitieron.
Mi madre se puso enferma y de niño mimado tuve que pasar a chaval mayor: hacer las colas para comprar y llevar la casa. Murió de enfermedad el 22 de noviembre de 1936. Cogió una pulmonía que evolucionó a pleuresía. En tiempo normal hubiera podido salvarse, pero claro, en esa situación no había ni médicos ni medicamentos. Una prima mía de Eibar, que vivía en Madrid, fue la que estuvo con ella y me dijo que en un hospital, desbordado de gente, en un pasillo, murió. A mi padre le trasladaron primero a Valencia y luego a Barcelona. Cuando mi madre se puso mala, me mandaron con un tío que era teniente coronel de ingenieros y mandaba la plaza de Aranjuez. Para cuando mi padre me recuperó en Valencia, habían pasado dos meses ya.
En los campos de internamiento franceses
El 22 de enero de 1939 tuvimos que salir de Barcelona a la estampida. Mi padre, mi tío Vicente Vicente, que era director de la prisión de Estado de Barcelona, y yo. Llegamos a Agullana, cerca de la frontera, donde estaban Negrín y miembros del ministerio de Justicia. Pasamos a Francia la noche del 6 al 7 de febrero por Le Perthus. Tuvimos suerte y el día siguiente fue soleado. En la frontera dejaron pasar a un grupo de diez, que cabía en una ambulancia, pero para eso teníamos que disgregar nuestro grupo. Como chapurreaba algunas palabras de francés mi madre lo hablaba muy bien les dije a los guardias móviles que íbamos a pasar los tres juntos. Así que, en lugar de en ambulancia, fuimos andando hasta Argéles. En la frontera ocurrió una anécdota que a veces me ha hecho llorar. Había un hombre al lado mío, un guardia de asalto, que después de mirarme mucho, se levantó y sacó de su mochila una lata de leche, una lata de carne y un jersey. Me las dio y dijo: ¡Dónde estará mi hija! En ese momento, yo era un chaval y no supe corresponder lo suficiente. Ahora lo entiendo. Quien no ha pasado por esa situación no puede comprender el valor y el significado de aquel gesto.
Llegamos a Le Boulou, en un prado descansamos algunas horas. A la salida del pueblo nos dieron una bola de pan, la única comida que nos proporcionó en diez días la administración francesa. Con el pan y la comida del guardia de asalto pasamos aquel tiempo, el hambre nos las hizo pasar canutas.
Argéles era una playa grande, de varios kilómetros, con un poco de vegetación. Nominalmente existían ocho campos, pero no se había construido nada aún. Y cuando llegamos, lo único que había eran unos postes con altavoces desde donde daban órdenes. Se dormía sobre la arena. No había barracas, no había letrinas, ni sitios donde lavarse... El agua estaba en malas condiciones y provocó unas disenterías enormes: a veces no había tiempo de alejarse para hacer las necesidades fisiológicas. Había que tener cuidado de no perderse del grupo. Para poder volver, se ponía un trapo en un palo y te decían: Si vas a la playa - lo que no era más que una forma fina de decir si te vas a hacer tus necesidades - esta es la referencia. Un capitán del Ejército Popular que mantenía su compañía me dijo: Chaval, ¿has comido? Pasa. Y durante una semana estuve comiendo con ellos al mediodía, pero no me dejaron sacar comida para mi padre. Había quien había podido pasar un camión con alimentos y, como mantenía su estructura militar, la compañía se la repartía. Pero la mayoría se las apañaba como podía. Yo he visto prender fuego a una rueda de camión, con el vehículo encima, para hacer allí la comida.
Las autoridades estaban desbordadas. Entramos quizás medio millón, no se sabe muy bien, y los franceses sólo esperaban a miles. Pero en libros como Más allá de la muerte de Louis Stein también se muestra la otra cara de la moneda, las personas que hicieron el gran negocio con la madera de los campos. Al principio sólo había tres campos de concentración: Barcarés, Saint Cyprien y Argéles, y algunos centros pequeños, como la Tour de Carol, donde se pasaba muchísimo frío. En todos los campos existía un lugar para los castigos, lo llamábamos el hipódromo. En unos campos se hacía correr al prisionero en círculo con un peso, en otros se le encerraba solo en un cuchitril.
Los militares estaban en el Campo 1 de Argéles, a los funcionarios nos congregaban en el 7 bis y el 8 era el de las familias. Las mujeres tenían que hacer sus necesidades al aire libre, con unas mantas les hacían un corrillo, con el que sostenía la manta mirando al exterior. Había muchos rumores y se decía que el Ejército francés iba a pasar la frontera para hacer una especie de marca donde nos llevaría hasta que se arreglasen las cosas. Había gran cantidad de bulos: un arreglo, una amnistía, el establecimiento de una monarquía constitucional, que todo se arreglaría pronto... En lugar de exiliados, como en la letra de una canción que alguien compuso con música de tango, nos definíamos como turistas refugiados.
El 2 de marzo de 1939 pasamos al campo de Bran. Allí ya había barracas y una organización de guardias móviles, todo al mando de un capitán de la Gendarmería, el comandante Casagne. Un tío altote y facha. Porque una cosa es ser militar y tener una disciplina, y otra diferente tratar mal a la gente. Nos dio un discurso diciendo que en Francia mandan los franceses y hay que obedecer. Y concluyó explicando que en Francia existe el teléfono. Si alguien se escapa, llamamos y lo cogen. En cada entrada a las secciones, en Bran se llamaban quartier, en otros campos era el islote, había un montón de latas vacías que servían de plato a quien no lo tenía. Cogías un bote, lo lavabas con tierra y era tu plato. Otro mal detalle eran los registros. Cuando entré, como llevaba una manta alrededor del cuerpo, en bandolera, pensaban que escondía un arma. Y me decían Pistolet, pistolet! Y me la hacían extender en el suelo para revisarla. La operación se repitió muchas veces, porque cada guardia pensaba que no me habían registrado hasta ese momento al ser un chaval. Y había que callarse ante tanto trato injurioso.
Nos hicieron un interrogatorio policial, en el peor estilo. La policía secreta, que luego apoyó a los nazis. Preguntas que la gente no puede creerse. Entré solo, con quince años, porque no dejaron a mi padre acompañarme. Pregunta: ¿Qué clases de armas sabes manejar? ¿Sabes pilotar un avión? ¿Sabes pilotar un carro de combate? ¿Qué clase de explosivos sabes manejar? ¿Qué enfermedades venéreas has padecido? ¿Quieres entrar en la Legión? Un interrogatorio idiota, tanto que el intérprete se cabreó, que hubiera podido costarle caro, y dijo: ¡Ya está bien! Los franceses se estaban riendo de mí. En este campo los internados daban charlas, quien destacaba en determinado campo impartía una conferencia al respecto. El 14 de abril se pasó la consigna de que, a determinado toque de corneta, todos los presos diesen un ¡Viva la República! Sonó como un cañonazo.
En Bran se comía mal, pero se comía. Estaba asegurado a la mañana una especie de café, el cassecroute, una especie de almuerzo que era interesante porque consistía en una barra de chocolate o algo de paté que, aunque era del malo, esas proteínas no las había en el resto de la comida. La medida de la ración era una lata de leche vacía y se nos servía en grupos de veinte. Si sobraba algo, repetías, era el reenganche. Y lo mismo por la noche. Como no había luz, cuando anochecía, aunque fuesen las cinco de la tarde, te ibas a dormir entre la paja y los piojos. Tantos piojos como paja. Eran barracas de madera, con tela alquitranada. Pero, por lo menos, se comía y había una enfermería. El invierno de 1939-40 fue muy frío y en el campo de Bran llegaron a hacer temperaturas de 22º bajo cero. Instalaron en cada quartier un barracón con una estufa, pero allí no cabían todos. De la Cruz Roja no supimos nada en ningún campo de los que estuve. La ayuda procedía de Solidaridad Internacional Antifascista, que era anarquista, los suecos y los noruegos.
Había unos 30 ó 40 chavales. El único trato de favor que tuvimos fue que nos pusieron inyecciones contra la difteria y otras enfermedades. Hacíamos los mismos servicios, salvo cortar leña, pelar patatas, trabajar en la panadería de la Región Militar y el servicio de la mierda, que era lo peor. Había que subir lo que llamábamos el tranvía, un artilugio de madera como los tranvías antiguos, con dos bancos paralelos, con los cubos debajo. Cuando los cubos se llenaban, había que cargarlos en camiones y eso se vendía, ahí había negocio. Pero, claro, la gente se ponía perdida. Me dedicaba a escribir las cartas a los que no sabían, ir a buscar el almuerzo, ir a buscar el correo, cositas de esas que mandaba el jefe del barracón.
Yo era un chaval y apenas me daba cuenta, pero había tensiones políticas, sobre todo cuando el Pacto Germano-soviético. Pero esas cosas no me llegaban. En un chaval todo es nuevo y no pensaba mucho en la vuelta a España. Mi preocupación era la comida. En el campo de Bran cumplí los 15 años. Ya en el 40 quedaba poca gente, porque los habían mandado a las compañías de trabajo o habían retornado a España. Había un islote, el D, que era el de los que regresaban. Pero mi padre no podía volver porque temía represalias. Y además ¿qué garantía de juicio había? Le dijeron desde España que la situación aquí no estaba bien. Casi nunca se recibían cartas, pero las pocas que llegaban daban a entender que la cosa no estaba clara.
Como mi padre tenía cierta edad no le metieron en ninguna compañía de trabajo, ni a mí tampoco por ser menor. En febrero de 1940 llegaron algunos patronos y el jefe del campo nos hizo un discurso que ni Millán Astray: ¡Sois la basura de la sociedad! No queréis trabajar, sois unos vagos. Y en el campo casi sólo quedaban cuatro viejos. Un patrón pedía mecánicos de aviación, que ya no quedaba ninguno, otro me quería llevar a una mina de carbón... En mi barracón había uno que había sido jugador internacional de fútbol, Manuel Rodríguez, que me pidió le dijese al de la empresa Dewoitine que sabía jugar al fútbol. Me adelanté un paso, se lo dije, me preguntó si tenía documentos y se lo llevó. Al final nos cogió un hombre bastante razonable. El 22 de febrero nos sacó para trabajar en trabajos nuevos, es decir, pico y pala, en una siderurgia de Saint Juery, en el Tarn. Allí se hacían carcasas de carros de combate y obuses, aunque casi ninguno salió para el frente.
La derrota de los franceses nos cogió por sorpresa a todos. Recuerdo que una de las pocas veces que estábamos en la capital del Tarn, en Albi, estábamos tomando un refresco y, de repente, comenzaron a llegar coches con colchones, algo que recordaba a la guerra de España. Estuvimos cuatro meses y la población se comportó de forma exquisita. Cuando los alemanes vencieron a Francia, aunque no ocuparon la Zona Libre, vino una delegación a interrumpir la fabricación de armamento. Las autoridades de Vichy nos encerraron en vagones de mercancías, que ponían 8 caballos-40 hombres. Cerraron las puertas y la población exigió que, mientras no saliera el tren, se mantuviesen abiertos los vagones. Y nos trajeron comida, se hizo un baile. Aquella población mostró espíritu de solidaridad y yo lo tengo metido aquí, en el corazón.
Había miedo de que, en lugar de mandarnos de nuevo al campo, nos enviaran a España y algunos, para cuando quisieron darse cuenta, aterrizaron en Irún. En Narbona había un montón de senegaleses montando guardia y cerraron la estación. Se acercó un ferroviario simulando engrasar. Le comentamos nuestra inquietud. Dijo: Esperad, voy a enterarme. Cuando volvió nos comunicó que nos llevaban a Argéles y nos saludó puño en alto.
Entramos de nuevo en Argéles el 10 de julio de 1940. Fuimos al Campo I, a la barraca 386. Comíamos tan poco que había que levantarse muy lento, porque si no te desmayabas. Allí estaba algún alemán de las Brigadas Internacionales conocido de Bran. Los internacionales tenían su propio campo, lo llevaban con mucha disciplina y se habían organizado muy bien. Todos hacían algo, incluso los mutilados, principalmente juguetes... Fundían cantimploras de aluminio para hacer maquetas de aviones y las partes transparentes las conseguían del plástico de los cepillos de dientes que enviaron los suecos. Eso lo vendían y repartían el dinero, con lo que tenían más comida. Un día llegó la infantería, los spahis marroquíes, los guardias móviles, una auténtica invasión. Incluso había una corbeta de la Marina francesa en la playa y sacaron a los internacionales a porrazos, a rastras, los cargaban en camiones tirándolos como sacos. Y en el campo de mujeres se sublevaron, pensando que luego les iba a pasar lo mismo a ellas. En noviembre de 1940 hubo unas inundaciones, lo que ahora se llama gota fría, y el campo de mujeres se cubrió con dos metros de agua. Hasta el último momento no las querían sacar y las mujeres volvieron a sublevarse, les dieron una paliza a los guardianes de las puertas y entraron en nuestro campo, que tenía menos agua. La pasamos amarga, porque la riada que bajaba por el Tec traía cerdos y vacas muertos flotando. En 1941 se hicieron un campo para gitanos y otro para judíos.
En marzo de 1941 la dirección militar del campo me hizo jefe del barracón a los 17 años, porque la docena que quedaba se escaqueó diciendo que no sabían leer ni escribir. Por esa época nos pasaron una notificación de la dirección, ofreciéndonos una gratificación por rabo de rata muerta, porque nos comían vivos. Cavamos en el suelo y encontramos los túneles de las madrigueras. Matamos varias docenas de ratones y una rata enorme, como un conejo. Uno dijo que se la guardásemos, que él la cocinaría y la despellejó. Era una rata bien hermosa. Y mi padre, como un loco para que no me la comiese. Al final los franceses no nos pagaron las ratas muertas. También había una cantidad de pulgas increíble, tantas que hacían vibrar la arena.
En Argéles había una gran incertidumbre, gran desinformación. Apenas entraban diarios y estos venían censurados. Sabíamos que estaban bombardeando Inglaterra, que habían invadido Grecia... Parecía que se hundía el mundo. Había de vez en cuando requisas y la gente se cambió de nombre para que no les llevaran a España. Si las autoridades de Vichy descubrían un alto cargo republicano, trataban de enviarlo a España, a veces sin procedimiento judicial de por medio. En nuestro barracón había un coronel del Ejército que ocultó su identidad y recuerdo a otro compañero, que se hacía llamar Gironés, que había cambiado tres veces de nombre.
Un chaval de esa edad se busca referentes. En Bran me llamaba la atención José María García Bellido, gran persona, un intelectual, siempre tomando notas de todo. En Argéles, una de las personas que más me marcaron era un violinista del Liceo de Barcelona, José María Pedrol y Pedrol. Trabajaba como nosotros de pico y pala en la siderurgia, pero cuando volvía al barracón, en cuanto podía, preguntaba: ¿Habéis pasado todos al baño? Entonces entraba y se ponía a tocar, para no perder la práctica. Era aquella cosa de no perder la dignidad.
En el 401 Grupo de Trabajadores
El 31 de mayo de 1941 nos sacaron a trabajar en el 401 Grupo de Trabajadores Extranjeros. A la construcción de un embalse en el Cantal, el barrage de Larroquebron, cuyo verdadero nombre era Saint Etiénne Cantales. Algunos trabajadores de la cantera procedían del XIV Cuerpo de Guerrilleros, entre ellos Silvestre Gómez. Le llamábamos el civilón, porque tenía aspecto de guardia civil, sólo le faltaba el tricornio. Eso de que la Resistencia se creó desde el primer momento es falso. Pétain declaraba que habían sido derrotados porque se había perdido el espíritu de la nación, que había que recobrar las raíces y volver a la agricultura... Unos discursos muy patéticos, con una raíz patriótica para ganarse a la gente. Se crearon primero los compagnons de Francia, una policía paralela, que estuvieron guardándonos en Argéles. Eran civiles a los que se había dado una pistola. Luego se creó la Milicia, que era la Falange, de lo peorcito, peores que los alemanes. A las tres semanas de estar en la cantera se produjo la invasión de la Unión Soviética. Alguien tenía un aparato de radio en una choza apartada de los barracones donde dormíamos. El que estaba allí para tomar notas e informar de lo que pasaba era una catástrofe, confundía un frente con otro y me mandaron a mí. Tenía 17 años. Cogía las noticias del servicio de la BBC en francés y luego iba a todos los barracones a dar el parte. Era Pepito, todos los chavales éramos Juanito, Antoñito, etc. y nos hemos quedado con eso. Teníamos una moral bastante ilusa, creíamos que el hundimiento del frente soviético era una artimaña para que entrasen los alemanes y luego coparlos. Yo no estaba afiliado, pero trabajaba con la JSU y el Partido, aunque todavía no lo sabía.
Nos trataban muy mal, hubo un hecho asqueroso. Cuando llegaron las Navidades, la empresa entregó juguetes a los niños franceses y no a los españoles, porque dijeron que no habían trabajado todo el año entero. Y sólo eran 7 niños. Y el Partido, las Juventudes y otras gentes prepararon algo. Pidieron a la cantinera permiso para hacer una fiesta, juntaron los tickets de chocolate de un par de meses, algo de dinero y los que trabajaban en la carpintería fabricaron a escondidas algunos juguetes toscos aposta, para dar a entender la queja. Se hizo una chocolatada a la que se invitó a los compañeros franceses de clase de los niños españoles y a la dirección de la empresa. Una niña española pronunció el discurso: A los niños españoles Papa Noel no nos quiere, pero tenemos ayuda de nuestros amigos. Y a continuación se entregaron los juguetes. Otro aspecto de la recuperación de la moral en aquellas Navidades del 41 fue que nadie tenía una perra y nos metimos en la cama. Y uno saltó: ¡Hay que levantarse, hay que cantar, alegría! Repartimos la poca comida que teníamos e hicimos una fiesta. Y quedamos en organizar otra fiesta lo antes posible.
La única forma de obtener un permiso de 24 horas era, si tenías más de 18 años, decir que el domingo ibas a una casa de putas de Aurillac, a 27 kilómetros. Sólo te daban 1 ó 2 al año. Era muy complicado: tenían que firmar el jefe de equipo, el jefe de obra, el ingeniero y el capitán del Grupo de Trabajadores Extranjeros. Luego el gendarme de tu pueblo ponía el sello de salida y el del Aurillac el sello de entrada y el de salida cuando regresabas. Era la única razón por la que los oficiales te dejaban salir, quizá porque tenían comisión. Ibas allí, te tomabas una gaseosa y, haciendo como si no te gustaba ninguna, te dirigías hacia la otra casa de citas. Cuando te perdían de vista, te escapabas al cine o a dar un paseo. Los que estaban en la clandestinidad aprovechaban estos permisos para realizar sus labores, porque la chica de la oficina proporcionaba impresos en blanco para esos desplazamientos. A la vuelta, los militares se cachondeaban, preguntándote qué tal, diciendo que te veían más delgado o dándote palmaditas.
El 1º de mayo del 42 ingresé oficialmente en la JSU e inmediatamente me nombraron secretario de Organización del comité local. También reproducía a mano los periódicos Juventud de la JSU - y Alianza. Hacía de 30 a 40 ejemplares. Éramos unos 50 sobre 400 españoles. Y otra cantidad parecida en el embalse del Aigle, donde la mayoría eran libertarios. En la Roquebron había comunistas, libertarios y socialistas totalmente pasivos, pero predominábamos los primeros. Los libertarios seguían lo que se decidía en el Aigle. Ls relaciones eran buenas. Hubo una redada en Toulouse y la policía obtuvo datos de la organización de la JSU en Larroquebron. Interrogaron a un compañero libertario, Ginés. Éste, que había sido policía, me dijo a la vuelta: Cuidado. Ahora van a ir por vosotros. Nosotros ya hemos cumplido. Resultó que sabía que estábamos realizando actividades clandestinas para el Partido y no había dicho nada. Ese día él y su compañero Orozco realizaron mi trabajo en la cantera para que yo pudiese avisar a los demás del peligro.
En 42 vino el célebre Otto, un alemán que se dice había hecho la guerra con la República. Soltaba un discurso para enrolar trabajadores para Alemania en todos los lugares donde había españoles. Habló con el director de la empresa y nos obligaron a estar todos presentes. Hizo su discurso en francés y español: Los franceses se han comportado muy mal con vosotros, los alemanes hemos luchado con vosotros, pero reconocemos que sois hombres. Vosotros sois verdaderos hombres y en Alemania os trataremos y os pagaremos bien. Yo no fui y un amigo, Antonio Martos Montoya, tampoco por lo que nos llevamos una bronca de órdago del Partido. Del grupo se presentaron cinco o seis voluntarios, gente que había perdido el norte. Como yo era de los gallitos y hablaba demasiado, un camarada me dijo: Esta noche, tú vas al cine y además vas a hacer el imbécil, para que se te note. Yo no quería y a la hora llegaron dos compañeros que me escoltaron hasta allí. Esa noche les quemaron las maletas a los voluntarios. Hoy me da pena, pero entonces era lo más lógico. Como estaba significado, me quisieron dar una coartada. Meses después trajeron cientos de cartulinas para que los compañeros escribiesen dos consignas: Vive le 1º mai! y Ne partez pas travailler en Alemagne! Como la mayoría tenían faltas de ortografía o estaban escritas en castellano, hubo que rehacerlas para que no se viese que habíamos sido nosotros.
El 16 de febrero de 1943 hicimos una fiesta española para conmemorar el aniversario de la victoria del Frente Popular y celebrar la victoria de Stalingrado. Los campesinos nos dijeron que tenían un ternero y que, antes de dárselo a los alemanes, preferían vendérnoslo. Miguelito, uno de 1.80 y yo lo trajimos y se asó. Aquel día nos hartamos a carne, había quien no la había comido desde hacía años. Ese año la empresa mandó a parte del personal a la construcción de un embalse en Argentat y el prefecto los entregó a los alemanes como trabajadores forzados junto a otros compatriotas del embalse de la Maronne. Se trataba de la rèléve: por cada dos trabajadores, los alemanes liberaban a un prisionero de guerra. La propaganda de Vichy mostraba como salían trenes llenos de trabajadores eufóricos y una segunda imagen con trenes en que regresaban los soldados los prisioneros de 1940. Para no enviar franceses, el prefecto envió a los españoles. Afortunadamente, la mayoría de estos deportados se salvó. Las primeras grandes concentraciones de maquis en 1943 tuvieron que ver con esta huida del servicio de trabajo obligatorio.
La guerrilla se inició de forma muy discreta. El encargado, Silvestre Gómez, apodado el civilón y el verrugas, era discretísimo. Había un grupo de jóvenes, de veintitantos, que habían hecho la guerra y les teníamos mucha tirria porque eran los que cortaban el bacalao: Ojeda, Sánchez, Brillantina... Ya eran guerrilleros. Yo descubrí que existían porque Blas Hernández me solía pedir mi maletín de cartón, donde tenía unas mudas por si tenía que salir al escape. Una vez que me lo devolvió, fui a poner mi ropa y olía que apestaba a dinamita. Se lo dije, se echó a reír, cogió el maletín y, cuando me lo devolvió, no olía a nada. En la década de los sesenta, nacionalizado francés, visitó su pueblo, creo que era de Orihuela. Y allí lo asesinaron unos criminales comunes en un altercado preparado por los falangistas. Su mujer se volvió loca.
Las acciones se hacían el fin de semana, porque no había guerrilleros en el bosque, todos estaban legales, trabajando con un horario. Todavía no estaban los ánimos para echarse al monte. La segunda vez que descubrí que había guerrilleros fue cuando hubo que buscar documentación para un compañero que tenía que huir porque había pegado un bofetón al jefe de equipo. Me mandaron a ver al andorrano. Aparentaba ser un campesinote tosco, que no sabía leer ni escribir, con un lenguaje muy limitado, viviendo en una habitación alquilada de un caserío. ¡Y resultó que era uno de los falsificadores del Partido, el que escribía la documentación! También había otra persona que simulaba ser muy simple, vestía un pantalón hecho con sacos de cemento, que luego resultó ser un antiguo gobernador civil.
En la guerrilla
A principios del 44 me dijeron que si quería ingresar en la guerrilla y les dije que sí, que no tenía inconveniente. Pero tuve que escaparme antes porque nos hicieron una falsa denuncia a Antonio Martos Montoya y a mí como saboteadores. Me escapé el 31de marzo y antes di los datos del polvorín de los trabajadores polacos, para que lo robasen unos días después de nuestra partida. A mi amigo Antonio lo mataron los alemanes en la 3ª Brigada del Ariège. La amistad de aquella época, de chavales, era de hermandad. Antonio era bien parecido, le caía bien a las mujeres, tenía un éxito formidable. La muerte de aquel pobre chaval siempre fue una herida. Él tenía 19 años, yo 20. Los que se quedaron, cuando el desembarco de Normandía, fueron llevados por uno de los jefes de la empresa al maquis. Italianos y franceses. Y casi todos murieron a Mont Mouchet, entre ellos dos mujeres. Con un antiguo capitán de Líster vine a dar a una aldea junto a Tries sur Baines, en el Puy Darrieny. Nos instalamos en un molino abandonado, hicimos un pequeño campamento, como que cortábamos leña. La vendíamos para tener un poco de dinero, pero no engañábamos a nadie. Al mes y medio vino la Milicia y estableció un control para detenernos, pero felizmente no nos cogieron porque del pueblo nos informaron.
Cuando pasábamos de Tarbes a Pau, en mitad de camino, en Lourdes, subió la Gestapo al tren. Como en las películas, con sombrero y vestidos de cuero de arriba abajo. Detrás de ellos venían los que llamábamos los perros, la policía militar, con cadena al cuello y la metralleta en la mano. La Gestapo, muy educada, con guantes, pidiendo la documentación. Nosotros teníamos tres papeles falsos con nuestro nombre real: uno, de que pertenecíamos a determinado grupo de trabajadores, la orden de misión de trasladarnos a tal lugar y la cartilla de racionamiento. Y documentos legales también, porque habíamos podido consularnos en el viceconsulado de Rodez, porque el vicecónsul era contrario a Franco. Nos miraron las manos para ver si teníamos callos. El alemán se convenció y se despidió con un ¡Buen viaje! en castellano. Por esa época, los tebeos de las Juventudes de Acción Católica, no sé si la edición era para los Bajos Pirineos o para toda Francia, todavía nos atacaban. Recuerdo una historia, La denuncia se titulaba, en que unos niños vigilaban a unos leñadores españoles malcarados, negros y con boina, que realizaban actos ilegales y al final los delataban a la Gendarmería. Ya comprenderás con que mal cuerpo leíamos estas cosas.
Al llegar a Pau nos esperaba un camarada, pero pasamos un gran apuro porque en aquellos días habían matado al jefe de la Milicia y había toque de queda. Dormimos en un pequeño hotel y pasamos bastante miedo, éramos siete y estuvimos viendo como salir de allí en caso de ataque. Nuestro jefe era Raimundo Peña, el coci. Un antiguo teniente, muy competente. Al final de la Guerra Civil, aunque procedía de las Juventudes Socialistas, lo capturaron los de Casado y lo entregaron a los franquistas. Estaba encerrado en la plaza de toros de Valencia, seguro de que iba a morir porque era muy conocido por su actividad en Carabanchel. Pero se dio cuenta de que la única diferencia entre su uniforme y el de los que lo custodiaban era el bajo del pantalón y la borla de la gorra. Se vendó los bajos del pantalón, consiguió una borla y salió tan campante por la puerta, logrando luego escapar a Francia.
Ya cuando se hizo de día y acabó el toque de queda, pudimos salir. Contactamos con alguno de la 10 Brigada que nos mandó a una zona de colinas en las afueras de Pau, el clos Henry IV, al otro lado del pueblo, Jurancon, que entonces era un municipio independiente y ahora es un barrio de Pau. Esto ocurría en la época del desembarco de Normandía. Allí nos instalamos en la hondonada boscosa de una colina, en un barracón donde se habían hecho bailes clandestinos. Éramos en principio siete, pero comenzaron a llegar jóvenes franceses. El mando aliado había convocado la sublevación general, eso se hizo por clave radiofónica, y empezó a venir gente sin ninguna idea. Un jovencito cogió tal borrachera que se lo tuvieron que llevar, dos se pelearon a puñetazos por una pistola... Armaban un jaleo terrible y eso con los alemanes cerca. Además, no había armas para todos. Así que a la mayoría se les devolvió a casa a los dos días. Aquí no pasó nada, pero esa imprudencia de Londres costó muy cara en otros lugares, porque estos grupos grandes y sin experiencia, mal armados, fueron machacados por los alemanes. A nuestro jefe francés, o le caíamos mal o era un militar de carrera, porque nunca habló directamente con nosotros, sino a través de su ayudante. Estuvimos unas tres semanas, pero el escándalo era tanto que nos ordenaron que nos fuésemos de allí.
De refilón paramos en la 10 Brigada, en la primera compañía del primer batallón. No había armas para todos. La primera noche había que hacer guardia y, aunque era el único novato, me dieron un mosquetón. No tenía ni idea de cómo funcionaba, pero rechazar un arma en aquellas circunstancias era quedarse sin nada. No todos los compañeros tenían un arma, yo la tuve desde el primer día y eso era un orgullo. Estuvimos en la frontera con Jaca, en Forges de Abel, el último pueblo, en la boca del túnel del Canfranc. Allí estuvimos quince días, con un frío terrible. Al ingresar en la compañía, me nombraron jefe de la 6ª sección, un seudónimo de comisario, pese a que había personas con mucha más experiencia, porque pensaron que iban a venir muchos jóvenes que se entenderían mejor conmigo. Nuestro capitán era gallego, un buenazo al que llamábamos tres peritas. Era un tío agarrado, no para él, sino porque no gastaba nada de la cantidad de dinero que le habían dado. Me hizo una vez hacer la suma de nuevo de todos los gastos porque faltaban 25 céntimos. Luego en Cambo nos encontramos con dos curas vascos de los que estaban con el obispo Múgica. Queríamos hablar con ellos, pero estaban distantes, era como si viesen al demonio. Comíamos en el casino de Salies, que los alemanes habían dejado hecho un asco. Lo limpiamos nosotros, con gran entusiasmo, porque hacía mucho que no trabajábamos, con baldes de agua. Mandamos a los prisioneros alemanes a Pau, pero resultó que los franceses detuvieron a uno de nuestros hombres, Mariano García, porque, como era alto y rubio y no sabía francés, creyeron que era otro alemán más.
En Helette hacíamos funciones de autoridad militar en la frontera. Una patrulla detuvo a tres del pueblo que llevaban contrabando. El capitán, que tenía bastante cabeza, se dio cuenta que aquello era un problema, porque no queríamos indisponernos con la población. Estuvo pensando como solucionarlo y al final me dijo: Vamos a ver al cura. E hicimos teatro el cura y nosotros: Mire usted, padre, tenemos un problema. A ver si usted tiene una idea para darle solución. Mi orden es entregar a los contrabandistas para que pasen a juicio militar, pero todavía no he comunicado su detención a las autoridades militares. El cura nos dio la solución que queríamos: Tráigalos aquí, que yo les echaré una bronca ante ustedes, pero no es conveniente que esto pase a jurisdicción militar. Y allí les echó un sermón. Parábamos el tren que venía de España y, acompañados de los gendarmes, pedíamos la documentación como autoridad militar. Que esto a los gendarmes no les debía de hacer mucha gracia.
En septiembre de 1944 nos llegó una circular, era la primera noticia que tuvimos del partido socialista durante años. En ella se decía que los militantes que no abandonasen la guerrilla de la UNE quedaban expulsados del PSOE. Lo estuvimos discutiendo en la JSU. Los socialistas de mi compañía se fueron a casa. Cuando recibieron la orden, porque entonces tener un carnet era cosa sagrada, se fueron, algunos incluso llorando.
Creíamos que la cosa en España estaba a punto de caer, no conocíamos la actitud de Churchill. Se pasaba mucha gente para Francia. Uno de estos, un dibujante, nos decía: Lo ponéis muy fácil todo. Oye, yo vengo de allí y vosotros estáis totalmente equivocados. En cuanto vayáis de paisano, en cualquier pueblo, rápido os identifican, en la manera de hablar, en la manera de andar. Estáis perdidos. De Helette nos mandaron a Cambo. Un día hubo una especie de mitin, una arenga. Y los que habían hecho la guerra de España dijeron ¡Tate, vamos al frente! Total, que aquella misma noche pasamos un grupo de 52.
Tras estar un par de días en España, vagando de un lado a otro, sufrimos una emboscada. Murió el comisario, José Silva, y otros compañeros. Decidimos volver a Francia y, tras cruzar la frontera, entramos a descansar y a comer en dos bordas de pastores cerca de Sara. Habíamos matado un cordero y lo estábamos comiendo. He leído en un libro que eran las 4.30 de la tarde, podría ser. Empezó el tiroteo. Iba a salir y uno, con más experiencia, me paró con un gesto. Me dijo que cuidado, que podían estar fuera. Miramos y vimos que estaban atacando la otra borda, a unos cien metros. Salimos e hicimos frente y empezamos a tirar. Pero las cosas iban mal, porque los fusiles ametralladores fallaron y los que tenían más experiencia se dieron cuenta que tampoco sonaban en la otra borda. Ninguno de los cinco fusiles ametralladores ingleses funcionaba, sólo uno alemán. Como anécdota chusca puedo decir que un chico guipuzcoano, tendría unos 18 años, preguntó al capitán: - La situación, ¿es grave? - No, tranquilo, esto no es nada le respondió el capitán, pensando que así calmaría sus nervios. - Pues entonces, me vuelvo a comer. Entró y siguió comiendo tan tranquilo.
En la otra borda, nuestro comandante, Cabero, que era un hombre de mucha sangre fría, salió a abastecer el fusil ametrallador y lo mataron. Con el jaleo llegaron en camiones los franceses del Cuerpo Franco Pommiés, que no eran comunistas, pero nos tenían mucho aprecio porque habían luchado contra los alemanes. Y formaron frente a los franquistas, que se largaron. Nos trajeron unas barras de pan blanco y nos lo fueron dando en pedazos pequeños. En total tuvimos 8 muertos de 52. Enterramos a nuestro comandante en una ceremonia pública, aunque sólo dejaron desfilar a los que tenían el uniforme completo y sabían marcar el paso.
Nos convertimos en el 8º Batallón de Seguridad y nos llevaron a 80 kilómetros de la frontera, para no irritar a Franco. Había mucha presión de los norteamericanos para no molestar a Franco, pero los historiadores hablan muy poco de estas cosas. Finalmente llegó una orden de que, o nos incorporábamos al Ejército francés, o nos desmovilizaban. En marzo de 1945 nos desmovilizaron y a finales de año ingresé en el PCE. Trabajé en la construcción y lo simultaneaba con labores para el Partido en diferentes comités departamentales hasta mi regreso a España tras la muerte del Dictador.