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Estudios sobre la historia del movimiento comunista en España

Biografías

Memoria de un niño republicano en los campos de internamiento franceses

Una nueva colaboración de Mikel Rodríguez

Publicado en Historia 16, nº 348 (abril de 2005)

José Vicente Arizaga nació en Madrid en el seno de una familia progresista. Cuando estalló la guerra, la tragedia se cebó en los suyos. En 1939 se exilió, como tantos compatriotas, en Francia. Y su adolescencia transcurrió en los campos de concentración galos. La ocupación alemana impulsó su paulatina incorporación a las actividades clandestinas. Según cumplía años, su implicación en la lucha antifascista iba siendo mayor, ingresando en el maquis en 1944. Más de sesenta años después, rememora sus andanzas.

“Yo nací el 6 de abril de 1924, en Madrid. No quisiera que mi relato se entendiera como búsqueda de protagonismo, porque yo era la última rueda del carro y la mayoría de mis compañeros tendrían muchísimos más méritos y más experiencias que contar. Pero cada vez quedamos menos y creo que es un deber dar testimonio. Porque lo que a mí me sucedió, más o menos, aconteció a toda una generación de españoles.

Mi padre, José Vicente Sánchez, era conserje del Tribunal Supremo, de Salamanca. Mi madre, Jerónima Arizaga Zuazo, guipuzcoana, eibarresa. Mi abuelo materno había sido fabricante de escopetas y tuvo cierta situación económica hasta que le surgieron problemas, así que mi madre estudió. Mis padres eran republicanos y progresistas. Mi madre tuvo por ello algunos rifirrafes. Mi padre era más pacífico. En mi casa se hacían papeletas para las elecciones. Entonces se hacían a máquina por parte de las diferentes organizaciones. Cuando las elecciones del 36, nosotros vivíamos en un ático y llamaron al piso unas monjas. Venían con papeletas. Y me dijo mi madre: Tú no digas nada. Coge las papeletas, que esas no van a servir, porque las romperemos. Cuando en 1936, tras la victoria del Frente Popular, quitaron 5 pesetas del sueldo de los funcionarios para la Guardia Civil - era voluntario, pero en la práctica se obligaba a todo el mundo – ambos protestaron y se las tuvieron que devolver por el escándalo que montaron.

Yo estudiaba en el Instituto Cervantes de Madrid. En enero de 1936 entré en la Federación Universitaria Escolar (FUE) y en el radio octavo de pioneros de la JSU. Entonces los niños estábamos muy radicalizados y vivíamos mucho la política. A lo mejor demasiado. Mi padre no tenía carnet de partido, aunque un hermano suyo era socialista y estaba bastante influenciado por él. Cuando la guerra se hizo de la UGT. Hasta ese momento no estaba sindicado porque los funcionarios no podían afiliarse a sindicatos de clase. El presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez, tenía algo de confianza con mi padre porque éste tenía algunos estudios, mi abuelo había sido maestro de escuela rural. Y las cosas las llevaba muy ordenadas y con mucha discreción. Cuando se produjo la sublevación, los chavales de la JSU y de la FUE de más de 16 años se fueron al frente y cuando volvían se traían el fusil y nos enseñaban a utilizarlo. Se daba clase de fusil en el Instituto. También se impartían clases de defensa pasiva: lucha contra incendios, cómo actuar en caso de alarma aérea... También nos dieron un curso a los de la FUE como cobradores de tranvía, para que pudiésemos cubrir los puestos de los trabajadores que estaban en el frente, pero las autoridades no lo permitieron.

Mi madre se puso enferma y de niño mimado tuve que pasar a chaval mayor: hacer las colas para comprar y llevar la casa. Murió de enfermedad el 22 de noviembre de 1936. Cogió una pulmonía que evolucionó a pleuresía. En tiempo normal hubiera podido salvarse, pero claro, en esa situación no había ni médicos ni medicamentos. Una prima mía de Eibar, que vivía en Madrid, fue la que estuvo con ella y me dijo que en un hospital, desbordado de gente, en un pasillo, murió. A mi padre le trasladaron primero a Valencia y luego a Barcelona. Cuando mi madre se puso mala, me mandaron con un tío que era teniente coronel de ingenieros y mandaba la plaza de Aranjuez. Para cuando mi padre me recuperó en Valencia, habían pasado dos meses ya.

En los campos de internamiento franceses

El 22 de enero de 1939 tuvimos que salir de Barcelona a la estampida. Mi padre, mi tío Vicente Vicente, que era director de la prisión de Estado de Barcelona, y yo. Llegamos a Agullana, cerca de la frontera, donde estaban Negrín y miembros del ministerio de Justicia. Pasamos a Francia la noche del 6 al 7 de febrero por Le Perthus. Tuvimos suerte y el día siguiente fue soleado. En la frontera dejaron pasar a un grupo de diez, que cabía en una ambulancia, pero para eso teníamos que disgregar nuestro grupo. Como chapurreaba algunas palabras de francés – mi madre lo hablaba muy bien – les dije a los guardias móviles que íbamos a pasar los tres juntos. Así que, en lugar de en ambulancia, fuimos andando hasta Argéles. En la frontera ocurrió una anécdota que a veces me ha hecho llorar. Había un hombre al lado mío, un guardia de asalto, que después de mirarme mucho, se levantó y sacó de su mochila una lata de leche, una lata de carne y un jersey. Me las dio y dijo: ¡Dónde estará mi hija! En ese momento, yo era un chaval y no supe corresponder lo suficiente. Ahora lo entiendo. Quien no ha pasado por esa situación no puede comprender el valor y el significado de aquel gesto.

Llegamos a Le Boulou, en un prado descansamos algunas horas. A la salida del pueblo nos dieron una bola de pan, la única comida que nos proporcionó en diez días la administración francesa. Con el pan y la comida del guardia de asalto pasamos aquel tiempo, el hambre nos las hizo pasar canutas.

Argéles era una playa grande, de varios kilómetros, con un poco de vegetación. Nominalmente existían ocho campos, pero no se había construido nada aún. Y cuando llegamos, lo único que había eran unos postes con altavoces desde donde daban órdenes. Se dormía sobre la arena. No había barracas, no había letrinas, ni sitios donde lavarse... El agua estaba en malas condiciones y provocó unas disenterías enormes: a veces no había tiempo de alejarse para hacer las necesidades fisiológicas. Había que tener cuidado de no perderse del grupo. Para poder volver, se ponía un trapo en un palo y te decían: Si vas a la playa - lo que no era más que una forma fina de decir “si te vas a hacer tus necesidades” - esta es la referencia. Un capitán del Ejército Popular que mantenía su compañía me dijo: Chaval, ¿has comido? Pasa. Y durante una semana estuve comiendo con ellos al mediodía, pero no me dejaron sacar comida para mi padre. Había quien había podido pasar un camión con alimentos y, como mantenía su estructura militar, la compañía se la repartía. Pero la mayoría se las apañaba como podía. Yo he visto prender fuego a una rueda de camión, con el vehículo encima, para hacer allí la comida.

Las autoridades estaban desbordadas. Entramos quizás medio millón, no se sabe muy bien, y los franceses sólo esperaban a miles. Pero en libros como Más allá de la muerte de Louis Stein también se muestra la otra cara de la moneda, las personas que hicieron el gran negocio con la madera de los campos. Al principio sólo había tres campos de concentración: Barcarés, Saint Cyprien y Argéles, y algunos centros pequeños, como la Tour de Carol, donde se pasaba muchísimo frío. En todos los campos existía un lugar para los castigos, lo llamábamos el hipódromo. En unos campos se hacía correr al prisionero en círculo con un peso, en otros se le encerraba solo en un cuchitril.

Los militares estaban en el Campo 1 de Argéles, a los funcionarios nos congregaban en el 7 bis y el 8 era el de las familias. Las mujeres tenían que hacer sus necesidades al aire libre, con unas mantas les hacían un corrillo, con el que sostenía la manta mirando al exterior. Había muchos rumores y se decía que el Ejército francés iba a pasar la frontera para hacer una especie de marca donde nos llevaría hasta que se arreglasen las cosas. Había gran cantidad de bulos: un arreglo, una amnistía, el establecimiento de una monarquía constitucional, que todo se arreglaría pronto... En lugar de exiliados, como en la letra de una canción que alguien compuso con música de tango, nos definíamos como turistas refugiados.

El 2 de marzo de 1939 pasamos al campo de Bran. Allí ya había barracas y una organización de guardias móviles, todo al mando de un capitán de la Gendarmería, el comandante Casagne. Un tío altote y facha. Porque una cosa es ser militar y tener una disciplina, y otra diferente tratar mal a la gente. Nos dio un discurso diciendo que en Francia mandan los franceses y hay que obedecer. Y concluyó explicando que en Francia existe el teléfono. Si alguien se escapa, llamamos y lo cogen. En cada entrada a las secciones, en Bran se llamaban quartier, en otros campos era el islote, había un montón de latas vacías que servían de plato a quien no lo tenía. Cogías un bote, lo lavabas con tierra y era tu plato. Otro mal detalle eran los registros. Cuando entré, como llevaba una manta alrededor del cuerpo, en bandolera, pensaban que escondía un arma. Y me decían Pistolet, pistolet! Y me la hacían extender en el suelo para revisarla. La operación se repitió muchas veces, porque cada guardia pensaba que no me habían registrado hasta ese momento al ser un chaval. Y había que callarse ante tanto trato injurioso.

Nos hicieron un interrogatorio policial, en el peor estilo. La policía secreta, que luego apoyó a los nazis. Preguntas que la gente no puede creerse. Entré solo, con quince años, porque no dejaron a mi padre acompañarme. Pregunta: ¿Qué clases de armas sabes manejar? ¿Sabes pilotar un avión? ¿Sabes pilotar un carro de combate? ¿Qué clase de explosivos sabes manejar? ¿Qué enfermedades venéreas has padecido? ¿Quieres entrar en la Legión? Un interrogatorio idiota, tanto que el intérprete se cabreó, que hubiera podido costarle caro, y dijo: ¡Ya está bien! Los franceses se estaban riendo de mí. En este campo los internados daban charlas, quien destacaba en determinado campo impartía una conferencia al respecto. El 14 de abril se pasó la consigna de que, a determinado toque de corneta, todos los presos diesen un ¡Viva la República! Sonó como un cañonazo.

En Bran se comía mal, pero se comía. Estaba asegurado a la mañana una especie de café, el cassecroute, una especie de almuerzo que era interesante porque consistía en una barra de chocolate o algo de paté que, aunque era del malo, esas proteínas no las había en el resto de la comida. La medida de la ración era una lata de leche vacía y se nos servía en grupos de veinte. Si sobraba algo, repetías, era el reenganche. Y lo mismo por la noche. Como no había luz, cuando anochecía, aunque fuesen las cinco de la tarde, te ibas a dormir entre la paja y los piojos. Tantos piojos como paja. Eran barracas de madera, con tela alquitranada. Pero, por lo menos, se comía y había una enfermería. El invierno de 1939-40 fue muy frío y en el campo de Bran llegaron a hacer temperaturas de 22º bajo cero. Instalaron en cada quartier un barracón con una estufa, pero allí no cabían todos. De la Cruz Roja no supimos nada en ningún campo de los que estuve. La ayuda procedía de Solidaridad Internacional Antifascista, que era anarquista, los suecos y los noruegos.

Había unos 30 ó 40 chavales. El único trato de favor que tuvimos fue que nos pusieron inyecciones contra la difteria y otras enfermedades. Hacíamos los mismos servicios, salvo cortar leña, pelar patatas, trabajar en la panadería de la Región Militar y el servicio de la mierda, que era lo peor. Había que subir lo que llamábamos el tranvía, un artilugio de madera como los tranvías antiguos, con dos bancos paralelos, con los cubos debajo. Cuando los cubos se llenaban, había que cargarlos en camiones y eso se vendía, ahí había negocio. Pero, claro, la gente se ponía perdida. Me dedicaba a escribir las cartas a los que no sabían, ir a buscar el almuerzo, ir a buscar el correo, cositas de esas que mandaba el jefe del barracón.

Yo era un chaval y apenas me daba cuenta, pero había tensiones políticas, sobre todo cuando el Pacto Germano-soviético. Pero esas cosas no me llegaban. En un chaval todo es nuevo y no pensaba mucho en la vuelta a España. Mi preocupación era la comida. En el campo de Bran cumplí los 15 años. Ya en el 40 quedaba poca gente, porque los habían mandado a las compañías de trabajo o habían retornado a España. Había un islote, el D, que era el de los que regresaban. Pero mi padre no podía volver porque temía represalias. Y además ¿qué garantía de juicio había? Le dijeron desde España que la situación aquí no estaba bien. Casi nunca se recibían cartas, pero las pocas que llegaban daban a entender que la cosa no estaba clara.

Como mi padre tenía cierta edad no le metieron en ninguna compañía de trabajo, ni a mí tampoco por ser menor. En febrero de 1940 llegaron algunos patronos y el jefe del campo nos hizo un discurso que ni Millán Astray: ¡Sois la basura de la sociedad! No queréis trabajar, sois unos vagos. Y en el campo casi sólo quedaban cuatro viejos. Un patrón pedía mecánicos de aviación, que ya no quedaba ninguno, otro me quería llevar a una mina de carbón... En mi barracón había uno que había sido jugador internacional de fútbol, Manuel Rodríguez, que me pidió le dijese al de la empresa Dewoitine que sabía jugar al fútbol. Me adelanté un paso, se lo dije, me preguntó si tenía documentos y se lo llevó. Al final nos cogió un hombre bastante razonable. El 22 de febrero nos sacó para trabajar en trabajos nuevos, es decir, pico y pala, en una siderurgia de Saint Juery, en el Tarn. Allí se hacían carcasas de carros de combate y obuses, aunque casi ninguno salió para el frente.

La derrota de los franceses nos cogió por sorpresa a todos. Recuerdo que una de las pocas veces que estábamos en la capital del Tarn, en Albi, estábamos tomando un refresco y, de repente, comenzaron a llegar coches con colchones, algo que recordaba a la guerra de España. Estuvimos cuatro meses y la población se comportó de forma exquisita. Cuando los alemanes vencieron a Francia, aunque no ocuparon la Zona Libre, vino una delegación a interrumpir la fabricación de armamento. Las autoridades de Vichy nos encerraron en vagones de mercancías, que ponían 8 caballos-40 hombres. Cerraron las puertas y la población exigió que, mientras no saliera el tren, se mantuviesen abiertos los vagones. Y nos trajeron comida, se hizo un baile. Aquella población mostró espíritu de solidaridad y yo lo tengo metido aquí, en el corazón.

Había miedo de que, en lugar de mandarnos de nuevo al campo, nos enviaran a España y algunos, para cuando quisieron darse cuenta, aterrizaron en Irún. En Narbona había un montón de senegaleses montando guardia y cerraron la estación. Se acercó un ferroviario simulando engrasar. Le comentamos nuestra inquietud. Dijo: Esperad, voy a enterarme. Cuando volvió nos comunicó que nos llevaban a Argéles y nos saludó puño en alto.

Entramos de nuevo en Argéles el 10 de julio de 1940. Fuimos al Campo I, a la barraca 386. Comíamos tan poco que había que levantarse muy lento, porque si no te desmayabas. Allí estaba algún alemán de las Brigadas Internacionales conocido de Bran. Los internacionales tenían su propio campo, lo llevaban con mucha disciplina y se habían organizado muy bien. Todos hacían algo, incluso los mutilados, principalmente juguetes... Fundían cantimploras de aluminio para hacer maquetas de aviones y las partes transparentes las conseguían del plástico de los cepillos de dientes que enviaron los suecos. Eso lo vendían y repartían el dinero, con lo que tenían más comida. Un día llegó la infantería, los spahis marroquíes, los guardias móviles, una auténtica invasión. Incluso había una corbeta de la Marina francesa en la playa y sacaron a los internacionales a porrazos, a rastras, los cargaban en camiones tirándolos como sacos. Y en el campo de mujeres se sublevaron, pensando que luego les iba a pasar lo mismo a ellas. En noviembre de 1940 hubo unas inundaciones, lo que ahora se llama gota fría, y el campo de mujeres se cubrió con dos metros de agua. Hasta el último momento no las querían sacar y las mujeres volvieron a sublevarse, les dieron una paliza a los guardianes de las puertas y entraron en nuestro campo, que tenía menos agua. La pasamos amarga, porque la riada que bajaba por el Tec traía cerdos y vacas muertos flotando. En 1941 se hicieron un campo para gitanos y otro para judíos.

En marzo de 1941 la dirección militar del campo me hizo jefe del barracón a los 17 años, porque la docena que quedaba se escaqueó diciendo que no sabían leer ni escribir. Por esa época nos pasaron una notificación de la dirección, ofreciéndonos una gratificación por rabo de rata muerta, porque nos comían vivos. Cavamos en el suelo y encontramos los túneles de las madrigueras. Matamos varias docenas de ratones y una rata enorme, como un conejo. Uno dijo que se la guardásemos, que él la cocinaría y la despellejó. Era una rata bien hermosa. Y mi padre, como un loco para que no me la comiese. Al final los franceses no nos pagaron las ratas muertas. También había una cantidad de pulgas increíble, tantas que hacían vibrar la arena.

En Argéles había una gran incertidumbre, gran desinformación. Apenas entraban diarios y estos venían censurados. Sabíamos que estaban bombardeando Inglaterra, que habían invadido Grecia... Parecía que se hundía el mundo. Había de vez en cuando requisas y la gente se cambió de nombre para que no les llevaran a España. Si las autoridades de Vichy descubrían un alto cargo republicano, trataban de enviarlo a España, a veces sin procedimiento judicial de por medio. En nuestro barracón había un coronel del Ejército que ocultó su identidad y recuerdo a otro compañero, que se hacía llamar Gironés, que había cambiado tres veces de nombre.

Un chaval de esa edad se busca referentes. En Bran me llamaba la atención José María García Bellido, gran persona, un intelectual, siempre tomando notas de todo. En Argéles, una de las personas que más me marcaron era un violinista del Liceo de Barcelona, José María Pedrol y Pedrol. Trabajaba como nosotros de pico y pala en la siderurgia, pero cuando volvía al barracón, en cuanto podía, preguntaba: ¿Habéis pasado todos al baño? Entonces entraba y se ponía a tocar, para no perder la práctica. Era aquella cosa de no perder la dignidad.

En el 401 Grupo de Trabajadores

El 31 de mayo de 1941 nos sacaron a trabajar en el 401 Grupo de Trabajadores Extranjeros. A la construcción de un embalse en el Cantal, el barrage de Larroquebron, cuyo verdadero nombre era Saint Etiénne Cantales. Algunos trabajadores de la cantera procedían del XIV Cuerpo de Guerrilleros, entre ellos Silvestre Gómez. Le llamábamos el civilón, porque tenía aspecto de guardia civil, sólo le faltaba el tricornio. Eso de que la Resistencia se creó desde el primer momento es falso. Pétain declaraba que habían sido derrotados porque se había perdido el espíritu de la nación, que había que recobrar las raíces y volver a la agricultura... Unos discursos muy patéticos, con una raíz patriótica para ganarse a la gente. Se crearon primero los compagnons de Francia, una policía paralela, que estuvieron guardándonos en Argéles. Eran civiles a los que se había dado una pistola. Luego se creó la Milicia, que era la Falange, de lo peorcito, peores que los alemanes. A las tres semanas de estar en la cantera se produjo la invasión de la Unión Soviética. Alguien tenía un aparato de radio en una choza apartada de los barracones donde dormíamos. El que estaba allí para tomar notas e informar de lo que pasaba era una catástrofe, confundía un frente con otro y me mandaron a mí. Tenía 17 años. Cogía las noticias del servicio de la BBC en francés y luego iba a todos los barracones a dar el parte. Era Pepito, todos los chavales éramos Juanito, Antoñito, etc. y nos hemos quedado con eso. Teníamos una moral bastante ilusa, creíamos que el hundimiento del frente soviético era una artimaña para que entrasen los alemanes y luego coparlos. Yo no estaba afiliado, pero trabajaba con la JSU y el Partido, aunque todavía no lo sabía.

Nos trataban muy mal, hubo un hecho asqueroso. Cuando llegaron las Navidades, la empresa entregó juguetes a los niños franceses y no a los españoles, porque dijeron que no habían trabajado todo el año entero. Y sólo eran 7 niños. Y el Partido, las Juventudes y otras gentes prepararon algo. Pidieron a la cantinera permiso para hacer una fiesta, juntaron los tickets de chocolate de un par de meses, algo de dinero y los que trabajaban en la carpintería fabricaron a escondidas algunos juguetes toscos aposta, para dar a entender la queja. Se hizo una chocolatada a la que se invitó a los compañeros franceses de clase de los niños españoles y a la dirección de la empresa. Una niña española pronunció el discurso: A los niños españoles Papa Noel no nos quiere, pero tenemos ayuda de nuestros amigos. Y a continuación se entregaron los juguetes. Otro aspecto de la recuperación de la moral en aquellas Navidades del 41 fue que nadie tenía una perra y nos metimos en la cama. Y uno saltó: ¡Hay que levantarse, hay que cantar, alegría! Repartimos la poca comida que teníamos e hicimos una fiesta. Y quedamos en organizar otra fiesta lo antes posible.

La única forma de obtener un permiso de 24 horas era, si tenías más de 18 años, decir que el domingo ibas a una casa de putas de Aurillac, a 27 kilómetros. Sólo te daban 1 ó 2 al año. Era muy complicado: tenían que firmar el jefe de equipo, el jefe de obra, el ingeniero y el capitán del Grupo de Trabajadores Extranjeros. Luego el gendarme de tu pueblo ponía el sello de salida y el del Aurillac el sello de entrada y el de salida cuando regresabas. Era la única razón por la que los oficiales te dejaban salir, quizá porque tenían comisión. Ibas allí, te tomabas una gaseosa y, haciendo como si no te gustaba ninguna, te dirigías hacia la otra casa de citas. Cuando te perdían de vista, te escapabas al cine o a dar un paseo. Los que estaban en la clandestinidad aprovechaban estos permisos para realizar sus labores, porque la chica de la oficina proporcionaba impresos en blanco para esos desplazamientos. A la vuelta, los militares se cachondeaban, preguntándote qué tal, diciendo que te veían más delgado o dándote palmaditas.

El 1º de mayo del 42 ingresé oficialmente en la JSU e inmediatamente me nombraron secretario de Organización del comité local. También reproducía a mano los periódicos Juventud – de la JSU - y Alianza. Hacía de 30 a 40 ejemplares. Éramos unos 50 sobre 400 españoles. Y otra cantidad parecida en el embalse del Aigle, donde la mayoría eran libertarios. En la Roquebron había comunistas, libertarios y socialistas totalmente pasivos, pero predominábamos los primeros. Los libertarios seguían lo que se decidía en el Aigle. Ls relaciones eran buenas. Hubo una redada en Toulouse y la policía obtuvo datos de la organización de la JSU en Larroquebron. Interrogaron a un compañero libertario, Ginés. Éste, que había sido policía, me dijo a la vuelta: Cuidado. Ahora van a ir por vosotros. Nosotros ya hemos cumplido. Resultó que sabía que estábamos realizando actividades clandestinas para el Partido y no había dicho nada. Ese día él y su compañero Orozco realizaron mi trabajo en la cantera para que yo pudiese avisar a los demás del peligro.

En 42 vino el célebre Otto, un alemán que se dice había hecho la guerra con la República. Soltaba un discurso para enrolar trabajadores para Alemania en todos los lugares donde había españoles. Habló con el director de la empresa y nos obligaron a estar todos presentes. Hizo su discurso en francés y español: Los franceses se han comportado muy mal con vosotros, los alemanes hemos luchado con vosotros, pero reconocemos que sois hombres. Vosotros sois verdaderos hombres y en Alemania os trataremos y os pagaremos bien. Yo no fui y un amigo, Antonio Martos Montoya, tampoco por lo que nos llevamos una bronca de órdago del Partido. Del grupo se presentaron cinco o seis voluntarios, gente que había perdido el norte. Como yo era de los gallitos y hablaba demasiado, un camarada me dijo: Esta noche, tú vas al cine y además vas a hacer el imbécil, para que se te note. Yo no quería y a la hora llegaron dos compañeros que me escoltaron hasta allí. Esa noche les quemaron las maletas a los voluntarios. Hoy me da pena, pero entonces era lo más lógico. Como estaba significado, me quisieron dar una coartada. Meses después trajeron cientos de cartulinas para que los compañeros escribiesen dos consignas: Vive le 1º mai! y Ne partez pas travailler en Alemagne! Como la mayoría tenían faltas de ortografía o estaban escritas en castellano, hubo que rehacerlas para que no se viese que habíamos sido nosotros.

El 16 de febrero de 1943 hicimos una fiesta española para conmemorar el aniversario de la victoria del Frente Popular y celebrar la victoria de Stalingrado. Los campesinos nos dijeron que tenían un ternero y que, antes de dárselo a los alemanes, preferían vendérnoslo. Miguelito, uno de 1.80 y yo lo trajimos y se asó. Aquel día nos hartamos a carne, había quien no la había comido desde hacía años. Ese año la empresa mandó a parte del personal a la construcción de un embalse en Argentat y el prefecto los entregó a los alemanes como trabajadores forzados junto a otros compatriotas del embalse de la Maronne. Se trataba de la rèléve: por cada dos trabajadores, los alemanes liberaban a un prisionero de guerra. La propaganda de Vichy mostraba como salían trenes llenos de trabajadores eufóricos y una segunda imagen con trenes en que regresaban los soldados los prisioneros de 1940. Para no enviar franceses, el prefecto envió a los españoles. Afortunadamente, la mayoría de estos deportados se salvó. Las primeras grandes concentraciones de maquis en 1943 tuvieron que ver con esta huida del servicio de trabajo obligatorio.

La guerrilla se inició de forma muy discreta. El encargado, Silvestre Gómez, apodado el civilón y el verrugas, era discretísimo. Había un grupo de jóvenes, de veintitantos, que habían hecho la guerra y les teníamos mucha tirria porque eran los que cortaban el bacalao: Ojeda, Sánchez, Brillantina... Ya eran guerrilleros. Yo descubrí que existían porque Blas Hernández me solía pedir mi maletín de cartón, donde tenía unas mudas por si tenía que salir al escape. Una vez que me lo devolvió, fui a poner mi ropa y olía que apestaba a dinamita. Se lo dije, se echó a reír, cogió el maletín y, cuando me lo devolvió, no olía a nada. En la década de los sesenta, nacionalizado francés, visitó su pueblo, creo que era de Orihuela. Y allí lo asesinaron unos criminales comunes en un altercado preparado por los falangistas. Su mujer se volvió loca.

Las acciones se hacían el fin de semana, porque no había guerrilleros en el bosque, todos estaban legales, trabajando con un horario. Todavía no estaban los ánimos para echarse al monte. La segunda vez que descubrí que había guerrilleros fue cuando hubo que buscar documentación para un compañero que tenía que huir porque había pegado un bofetón al jefe de equipo. Me mandaron a ver al andorrano. Aparentaba ser un campesinote tosco, que no sabía leer ni escribir, con un lenguaje muy limitado, viviendo en una habitación alquilada de un caserío. ¡Y resultó que era uno de los falsificadores del Partido, el que escribía la documentación! También había otra persona que simulaba ser muy simple, vestía un pantalón hecho con sacos de cemento, que luego resultó ser un antiguo gobernador civil.

En la guerrilla

A principios del 44 me dijeron que si quería ingresar en la guerrilla y les dije que sí, que no tenía inconveniente. Pero tuve que escaparme antes porque nos hicieron una falsa denuncia a Antonio Martos Montoya y a mí como saboteadores. Me escapé el 31de marzo y antes di los datos del polvorín de los trabajadores polacos, para que lo robasen unos días después de nuestra partida. A mi amigo Antonio lo mataron los alemanes en la 3ª Brigada del Ariège. La amistad de aquella época, de chavales, era de hermandad. Antonio era bien parecido, le caía bien a las mujeres, tenía un éxito formidable. La muerte de aquel pobre chaval siempre fue una herida. Él tenía 19 años, yo 20. Los que se quedaron, cuando el desembarco de Normandía, fueron llevados por uno de los jefes de la empresa al maquis. Italianos y franceses. Y casi todos murieron a Mont Mouchet, entre ellos dos mujeres. Con un antiguo capitán de Líster vine a dar a una aldea junto a Tries sur Baines, en el Puy Darrieny. Nos instalamos en un molino abandonado, hicimos un pequeño campamento, como que cortábamos leña. La vendíamos para tener un poco de dinero, pero no engañábamos a nadie. Al mes y medio vino la Milicia y estableció un control para detenernos, pero felizmente no nos cogieron porque del pueblo nos informaron.

Cuando pasábamos de Tarbes a Pau, en mitad de camino, en Lourdes, subió la Gestapo al tren. Como en las películas, con sombrero y vestidos de cuero de arriba abajo. Detrás de ellos venían los que llamábamos los perros, la policía militar, con cadena al cuello y la metralleta en la mano. La Gestapo, muy educada, con guantes, pidiendo la documentación. Nosotros teníamos tres papeles falsos con nuestro nombre real: uno, de que pertenecíamos a determinado grupo de trabajadores, la “orden de misión” de trasladarnos a tal lugar y la cartilla de racionamiento. Y documentos legales también, porque habíamos podido consularnos en el viceconsulado de Rodez, porque el vicecónsul era contrario a Franco. Nos miraron las manos para ver si teníamos callos. El alemán se convenció y se despidió con un ¡Buen viaje! en castellano. Por esa época, los tebeos de las Juventudes de Acción Católica, no sé si la edición era para los Bajos Pirineos o para toda Francia, todavía nos atacaban. Recuerdo una historia, La denuncia se titulaba, en que unos niños vigilaban a unos leñadores españoles malcarados, negros y con boina, que realizaban actos ilegales y al final los delataban a la Gendarmería. Ya comprenderás con que mal cuerpo leíamos estas cosas.

Al llegar a Pau nos esperaba un camarada, pero pasamos un gran apuro porque en aquellos días habían matado al jefe de la Milicia y había toque de queda. Dormimos en un pequeño hotel y pasamos bastante miedo, éramos siete y estuvimos viendo como salir de allí en caso de ataque. Nuestro jefe era Raimundo Peña, el coci. Un antiguo teniente, muy competente. Al final de la Guerra Civil, aunque procedía de las Juventudes Socialistas, lo capturaron los de Casado y lo entregaron a los franquistas. Estaba encerrado en la plaza de toros de Valencia, seguro de que iba a morir porque era muy conocido por su actividad en Carabanchel. Pero se dio cuenta de que la única diferencia entre su uniforme y el de los que lo custodiaban era el bajo del pantalón y la borla de la gorra. Se vendó los bajos del pantalón, consiguió una borla y salió tan campante por la puerta, logrando luego escapar a Francia.

Ya cuando se hizo de día y acabó el toque de queda, pudimos salir. Contactamos con alguno de la 10 Brigada que nos mandó a una zona de colinas en las afueras de Pau, el clos Henry IV, al otro lado del pueblo, Jurancon, que entonces era un municipio independiente y ahora es un barrio de Pau. Esto ocurría en la época del desembarco de Normandía. Allí nos instalamos en la hondonada boscosa de una colina, en un barracón donde se habían hecho bailes clandestinos. Éramos en principio siete, pero comenzaron a llegar jóvenes franceses. El mando aliado había convocado la sublevación general, eso se hizo por clave radiofónica, y empezó a venir gente sin ninguna idea. Un jovencito cogió tal borrachera que se lo tuvieron que llevar, dos se pelearon a puñetazos por una pistola... Armaban un jaleo terrible y eso con los alemanes cerca. Además, no había armas para todos. Así que a la mayoría se les devolvió a casa a los dos días. Aquí no pasó nada, pero esa imprudencia de Londres costó muy cara en otros lugares, porque estos grupos grandes y sin experiencia, mal armados, fueron machacados por los alemanes. A nuestro jefe francés, o le caíamos mal o era un militar de carrera, porque nunca habló directamente con nosotros, sino a través de su ayudante. Estuvimos unas tres semanas, pero el escándalo era tanto que nos ordenaron que nos fuésemos de allí.

De refilón paramos en la 10 Brigada, en la primera compañía del primer batallón. No había armas para todos. La primera noche había que hacer guardia y, aunque era el único novato, me dieron un mosquetón. No tenía ni idea de cómo funcionaba, pero rechazar un arma en aquellas circunstancias era quedarse sin nada. No todos los compañeros tenían un arma, yo la tuve desde el primer día y eso era un orgullo. Estuvimos en la frontera con Jaca, en Forges de Abel, el último pueblo, en la boca del túnel del Canfranc. Allí estuvimos quince días, con un frío terrible. Al ingresar en la compañía, me nombraron jefe de la 6ª sección, un seudónimo de comisario, pese a que había personas con mucha más experiencia, porque pensaron que iban a venir muchos jóvenes que se entenderían mejor conmigo. Nuestro capitán era gallego, un buenazo al que llamábamos tres peritas. Era un tío agarrado, no para él, sino porque no gastaba nada de la cantidad de dinero que le habían dado. Me hizo una vez hacer la suma de nuevo de todos los gastos porque faltaban 25 céntimos. Luego en Cambo nos encontramos con dos curas vascos de los que estaban con el obispo Múgica. Queríamos hablar con ellos, pero estaban distantes, era como si viesen al demonio. Comíamos en el casino de Salies, que los alemanes habían dejado hecho un asco. Lo limpiamos nosotros, con gran entusiasmo, porque hacía mucho que no trabajábamos, con baldes de agua. Mandamos a los prisioneros alemanes a Pau, pero resultó que los franceses detuvieron a uno de nuestros hombres, Mariano García, porque, como era alto y rubio y no sabía francés, creyeron que era otro alemán más.

En Helette hacíamos funciones de autoridad militar en la frontera. Una patrulla detuvo a tres del pueblo que llevaban contrabando. El capitán, que tenía bastante cabeza, se dio cuenta que aquello era un problema, porque no queríamos indisponernos con la población. Estuvo pensando como solucionarlo y al final me dijo: Vamos a ver al cura. E hicimos teatro el cura y nosotros: Mire usted, padre, tenemos un problema. A ver si usted tiene una idea para darle solución. Mi orden es entregar a los contrabandistas para que pasen a juicio militar, pero todavía no he comunicado su detención a las autoridades militares. El cura nos dio la solución que queríamos: Tráigalos aquí, que yo les echaré una bronca ante ustedes, pero no es conveniente que esto pase a jurisdicción militar. Y allí les echó un sermón. Parábamos el tren que venía de España y, acompañados de los gendarmes, pedíamos la documentación como autoridad militar. Que esto a los gendarmes no les debía de hacer mucha gracia.

En septiembre de 1944 nos llegó una circular, era la primera noticia que tuvimos del partido socialista durante años. En ella se decía que los militantes que no abandonasen la guerrilla de la UNE quedaban expulsados del PSOE. Lo estuvimos discutiendo en la JSU. Los socialistas de mi compañía se fueron a casa. Cuando recibieron la orden, porque entonces tener un carnet era cosa sagrada, se fueron, algunos incluso llorando.

Creíamos que la cosa en España estaba a punto de caer, no conocíamos la actitud de Churchill. Se pasaba mucha gente para Francia. Uno de estos, un dibujante, nos decía: Lo ponéis muy fácil todo. Oye, yo vengo de allí y vosotros estáis totalmente equivocados. En cuanto vayáis de paisano, en cualquier pueblo, rápido os identifican, en la manera de hablar, en la manera de andar. Estáis perdidos. De Helette nos mandaron a Cambo. Un día hubo una especie de mitin, una arenga. Y los que habían hecho la guerra de España dijeron ¡Tate, vamos al frente! Total, que aquella misma noche pasamos un grupo de 52.

Tras estar un par de días en España, vagando de un lado a otro, sufrimos una emboscada. Murió el comisario, José Silva, y otros compañeros. Decidimos volver a Francia y, tras cruzar la frontera, entramos a descansar y a comer en dos bordas de pastores cerca de Sara. Habíamos matado un cordero y lo estábamos comiendo. He leído en un libro que eran las 4.30 de la tarde, podría ser. Empezó el tiroteo. Iba a salir y uno, con más experiencia, me paró con un gesto. Me dijo que cuidado, que podían estar fuera. Miramos y vimos que estaban atacando la otra borda, a unos cien metros. Salimos e hicimos frente y empezamos a tirar. Pero las cosas iban mal, porque los fusiles ametralladores fallaron y los que tenían más experiencia se dieron cuenta que tampoco sonaban en la otra borda. Ninguno de los cinco fusiles ametralladores ingleses funcionaba, sólo uno alemán. Como anécdota chusca puedo decir que un chico guipuzcoano, tendría unos 18 años, preguntó al capitán: - La situación, ¿es grave? - No, tranquilo, esto no es nada – le respondió el capitán, pensando que así calmaría sus nervios. - Pues entonces, me vuelvo a comer. Entró y siguió comiendo tan tranquilo.

En la otra borda, nuestro comandante, Cabero, que era un hombre de mucha sangre fría, salió a abastecer el fusil ametrallador y lo mataron. Con el jaleo llegaron en camiones los franceses del Cuerpo Franco Pommiés, que no eran comunistas, pero nos tenían mucho aprecio porque habían luchado contra los alemanes. Y formaron frente a los franquistas, que se largaron. Nos trajeron unas barras de pan blanco y nos lo fueron dando en pedazos pequeños. En total tuvimos 8 muertos de 52. Enterramos a nuestro comandante en una ceremonia pública, aunque sólo dejaron desfilar a los que tenían el uniforme completo y sabían marcar el paso.

Nos convertimos en el 8º Batallón de Seguridad y nos llevaron a 80 kilómetros de la frontera, para no irritar a Franco. Había mucha presión de los norteamericanos para no molestar a Franco, pero los historiadores hablan muy poco de estas cosas. Finalmente llegó una orden de que, o nos incorporábamos al Ejército francés, o nos desmovilizaban. En marzo de 1945 nos desmovilizaron y a finales de año ingresé en el PCE. Trabajé en la construcción y lo simultaneaba con labores para el Partido en diferentes comités departamentales hasta mi regreso a España tras la muerte del Dictador”.

Repatriación de los restos de José Díaz

Agencia EFE-Tiflis(Georgia). Por Misha Vignanski - 25 abril 2004

La televisión georgiana emitió esta noche un documental sobre José Díaz, el secretario general del Partido Comunista de España (PCE) que se suicidó en Tiflis en 1942 y cuyos restos aún esperan ser repatriados a su Sevilla natal.
"El sevillano olvidado" es el título de la cinta, rodada por el cineasta georgiano Alexandr Eliasashvili, quien indagó durante dos años en los recién desclasificados archivos georgianos y rusos del Politburó de la URSS, la Internacional Comunista y el KGB.
El documentalista, de 26 años, explica en una entrevista con EFE que se interesó por la figura de José Díaz en 2002, cuando tropezó por casualidad en el cementerio Veri de Tiflis con una perdida tumba cubierta de hojarasca con una inscripción en español en la lápida.
"Aquí yace José Díaz, dirigente del Partido Comunista de España y del Movimiento Obrero Internacional", rezaba la inscripción, que lo movió a estudiar todo lo que pudo hallar sobre este personaje en los manuales soviéticos y, después, a continuar la búsqueda en los archivos comunistas de Krasnogorsk, ciudad satélite de Moscú.
"Todas esas carpetas sólo fueron desclasificadas en la década de 1990", dice el cineasta y subraya que los documentos desmienten el mito de que Díaz haya sido eliminado por supuestas discrepancias con Stalin en el curso de las purgas y represiones en la URSS.
Según Elisashvili, Díaz padecía una grave enfermedad y, en un ataque de dolor, se suicidó el 19 de marzo de 1942, a los 47 años, arrojándose por la ventana de la quinta planta del céntrico hotel "Tiflis", donde residió durante siete meses con su esposa y la hija.
"Una semana justo antes de su muerte, Díaz escribió a Stalin y a su compañera de la dirección del PCE, Dolores Ibárruri, que sus días estaban contados porque padecía un cáncer gástrico terminal; las cartas aún se guardan en los archivos", señala el cineasta.
Añade que, todavía durante la Guerra Civil española de 1936-39, Stalin había enviado en secreto a Madrid a su médico personal, quien revisó a Díaz y dictaminó que debía ser operado.
Poco tiempo antes de la caída de Madrid el 28 de marzo de 1939, el secretario general del PCE fue trasladado a Leningrado y sometido a una intervención quirúrgica que prolongó por tres años su vida.
El 22 de junio de 1941 el Ejército nazi invadió la URSS y, a medida que se adentraba en territorio soviético, Díaz se trasladaba de Moscú a la ciudad de Ufá, en el Volga, después a Sochi, balneario en el mar Negro, y finalmente a Tiflis, la capital de la república transcaucásica de Georgia, adonde llegó en otoño del mismo año.
Muy debilitado por la enfermedad, durante los últimos meses de su vida pasa en Tiflis intensos tratamientos, siendo atendido por los mejores médicos georgianos que amablemente pone a su servicio el entonces líder comunista de la república, Kandid Charkviani, pero nadie puede contra el cáncer.
"En los archivos del KGB georgiano se conserva una filmación de doce minutos de aquel funeral, donde interviene Dolores Ibárruri y promete que llegará el día cuando el agradecido pueblo de España repatriará los restos de José Díaz. Pero aún no fue posible", señala el documentalista.
La Pasionaria vuelve a Tiflis en 1960 "para inaugurar un monumento al emblemático comunista español", pero pasarán otros 30 años -que incluirán la transición española y la "perestroika" soviética- hasta que la repatriación de los restos de José Díaz parecerá empezar a hacerse realidad.
El 21 de marzo de 1991, la agencia oficial soviética TASS anunció que el monumento de bronce de José Díaz acababa de ser desmontado para ser reinstalado en Sevilla, adonde debían ser repatriados sus restos a petición del Partido Comunista andaluz y los familiares.
Pero el proyecto se vio paralizado por el caos que acompañó la desintegración de la URSS y el auge nacionalista en Georgia, que desembocó en varias guerras civiles.
"Todo quedó relegado a mejores tiempos. Tal vez la aparición de mi película hará recordar a este legendario personaje en España y en su patria chica, Sevilla", concluye el cineasta georgiano.
La tumba de José Díaz se encuentra en un "sector privilegiado" (si cabe) del cementerio Veri de Tiflis, cerca de la iglesia local.
Permanecía totalmente olvidada -ni siquiera la podían encontrar inmigrantes españoles que la visitaban en años anteriores-, pero el interés de Elisashvili al menos hizo a los empleados del camposanto limpiar la tumba y cercarla con una discreta valla.

Comentario: Hay algunas inexactitudes en el texto de EFE. José Díaz no fue trasladado a Leningrado para ser operado "poco tiempo antes de la caída de Madrid el 28 de marzo de 1939": el secretario general del PCE salió de España en 1938 para ser tratado de su enfermedad en la URSS. Por ello no fue testigo personal de los acontecimientos del periodo que va de la batalla del Ebro y la caída de Cataluña hasta el golpe de Casado. Y por ello mismo se obstinó, una vez acabada la guerra, en recabar de los demás integrantes de la dirección -y de un sinfín de cuadros medios y militantes- su versión acerca de la actitud del partido durante el último año de la guerra y, en particular, sus semanas finales. Y, como ya apuntaban, entre otros, Tagüeña, Hernández, Castro... su opinión sobre el comportamiento de la mayoría del Buró Político fue enormemente crítica: hay una copia del informe presentado por la dirección bajo el título "Nuestra guerra y la actuación del Partido", acotado en los márgenes de puño y letra por el propio Díaz, donde no se ahorran acerbos comentarios hacia la mayoría del BP.

La desolación por la pérdida de la guerra, por la actitud confusa e ineficaz del partido durante la derrota, unido a la devastadora experiencia del exilio en la URSS para la colonia española, debieron ser factores que, coaligados a su irreversible enfermedad, contribuyeron a su suicidio en 1942. Pero ya hacía tiempo que apenas se contaba con él como dirigente político. Su nombramiento como responsable de la Komintern para los asuntos de Latinoamérica y la India apenas era algo simbólico; por el contrario, bajo el pretexto de su enfermedad se le mantuvo alejado de los principales centros de decisión, tanto de Moscú, en principio, como posteriormente de Ufa -adonde se trasladó el aparato de la Komintern tras la invasión nazi- o de Kuibishev -donde se instalaron el gobierno soviético y el PCUS-.

Sería interesante saber si entre esos papeles desclasificados que cita el cineasta se encuentra el tan traido y llevado testamento político de Díaz, que según pensaban muchos, no era excesivamente complaciente con Dolores Ibárruri.

Óscar Pérez Solís (Bello, Asturias, 1882-Valladolid, 1951)

Óscar Pérez Solís (Bello, Asturias, 1882-Valladolid, 1951) fue en su juventud militar de carrera, alcanzando el grado de capitán de artillería. Su conversión al obrerismo fue consecuencia de la relación sentimental con un recluta de su regimiento, un joven anarquista andaluz. A su muerte, Pérez Solís comenzó a interesarse por el marxismo, y se afilió al PSOE en Valladolid, entrando a dirigir el semanario “Adelante” en los ratos que le dejaban libres sus deberes militares. Fue expulsado del ejército en 1913, por organizar mítines socialistas. En sus inicios políticos se situó en el ala derecha del partido, donde actuaba por libre al margen de otros significados representantes de este sector, como Indalecio Prieto. Fue el más franco y a menudo el único portavoz de las posiciones reformistas. Se había relacionado con Ortega y Gasset y con Francesc Cambó, con quienes compartía el proyecto de un partido socialista “nacional”, más vinculado a las clases medias y compatible con la regeneración del país desde el gobierno. Defendió la postura proaliada durante la Primera Guerra Mundial. Al principio fue partidario de la alianza con los republicanos, pero poco a poco el ambiente de su distrito, Valladolid, ciudad provinciana y agraria, fue dominando su discurso y acabó criticando el antimonarquismo del partido. Sostenía que el PSOE debía ocuparse ante todo de medidas prácticas, tratar de comprender y capitalizar los sentimientos nacionalistas y no meterse en cuestiones de régimen. Él se definía a sí mismo como un tipo romántico, solterón, que habiendo perdido la fe en Dios, buscaba a este en el pueblo. A pesar de su reformismo accidentalista, acabó enfrentándose al caciquismo local, personificado en la provincia por el duque de Alba. Este lo hizo desterrar de la ciudad, y Prieto le llevó a Bilbao. En principio, la revolución rusa no le atrajo, y fue uno de los que defendieron la adhesión del PSOE a la Internacional Socialista. En el Congreso de 1919 afirmó que los bolcheviques eran más nacionalistas que socialistas, y que las posibilidades del triunfo del socialismo en Rusia estaban en un futuro lejano. La revolución de octubre había sido una "aberración", resultado del descontento y el hambre, un "gesto de rabia contra la tiranía zarista". Preguntó si los obreros rusos eran capaces de controlar la producción, y al grito afirmativo de los asistentes contestó con un estentóreo "no". Después de leer unos fragmentos de Engels en que este decía que la revolución política no puede llevar a la revolución económica, afirmó que en España no habría condiciones para una revolución hasta que los obreros estuvieran capacitados para sustituir a los capitalistas. "Pertenezco a la Segunda Internacional- terminó- y quiero que mi partido continue en ella". Fue autor, junto a Fabra Ribas, de una resolución transaccional en la que se afirmaba que solo debía haber una Internacional, y que por eso el congreso resolvía que el PSOE siguiera adherido a la IS y enviara una delegación a su próximo congreso de Ginebra, con misión de pedir que se adoptaran medidas para llegar a la fusión de la II y la III Internacionales. A ella se añadió una enmienda de Isidoro Acevedo proponiendo que si no se alcazaba la unificación, el PSOE pediría su ingreso en la IC. La resolución fue aprobada por 14.010 votos contra 12.497. En el congreso de 1920 afirmó que los bolcheviques no eran en Rusia más que los jacobinos en la Revolución francesa. La adhesión a la IC "no entrañaría automáticamente la revolución en España". Los "terceristas" eran revolucionarios verbales, pero no de acción. Se opuso abiertamente a la decisión adoptada por las Juventudes Socialistas de convertirse en Partido Comunista Español. En el tercer congreso extraordinario (1921) se mostró, de forma sorpresiva, partidario de los terceristas. Siempre había afirmado que los españoles eran abúlicos, que la clase obrera no estaba preparada para la revolución y que por esto era reformista. Pero en un artículo, poco antes del congreso extraordinario, se mostró abiertamente voluntarista. Quería, escribía, que el PSOE fuera más blanquista; y los blanquistas de aquel momento eran los bolcheviques. Sin duda su permanencia en el País Vasco lo había radicalizado. Puede suponerse también que empezaba a perder la paciencia ante la "inconsciencia del pueblo español" y que encontraba en los bolcheviques un modelo para salir del pozo de esta indiferencia colectiva. Bien adaptado al ambiente obrerista bilbaíno, en el que encontró la audiencia favorable que nunca tuvo en su región, abandonó la influencia templada de Prieto y se puso al lado de Facundo Perezagua, un histórico socialista tercerista, en la lucha contra el prietismo, para finalmente adquirir más importancia que el propio Perezagua. La transformación radical de Pérez Solís concordaba, en el fondo, con sus concepciones y su temperamento elitistas. La élite bolchevique le ofrecía mayores posibilidades para desplegar su gusto por la acción y su afán de liderazgo que la reformista.Fue el encargado de dar lectura al manifiesto de escisión del grupo tercerista fundador del PCOE en el congreso socialista extraordinario de 1921 que debía decidir la adopción de las “21 condiciones” exigidas por la IC. Esto, y ser uno de los protagonistas de la escisión, le valió el rechazo de la Federación Vicaína socialista, a la que representaba en el congreso, y desde entonces el grupo comunista de Bilbao mantuvo relaciones sumamente hostiles con los socialistas. La unificación del PCOE con el PC, impuesta por la Internacional, supuso su separación de la dirección del periódico comunista vizcaíno Bandera Roja, pero no fue expulsado, como solicitaban los radicalizados jóvenes del PC. Por el contrario, el abandono por parte de los dirigentes procedentes del socialismo (como Núñez Arenas o César González) y las continuas caídas policiales de otros (como Maurín) le elevaron al puesto de Secretario general del Partido Comunista de España en julio de 1923, siendo cooptado como miembro del ejecutivo de la Internacional Comunista en julio de 1924. Su estrategia para compensar la debilidad relativa de los comunistas frente a los socialistas consistió en la creación de un núcleo de “hombres de acción” (al estilo anarquista), entre los que pronto destacó un jovencísimo Jesús Hernández. Ambos se vieron implicados en violentos altercados durante la convocatoria comunista en solitario de huelgas generales en Vizcaya en protesta contra el embarque de tropas para Marruecos, o como el intento de atentado contra la sede del periódico bilbaíno “El Liberal” y contra su principal inspirador, Indalecio Prieto, en 1923. Detenido tras resultar herido en el tiroteo subsiguiente a esta última acción, durante su estancia en prisión se convirtió al catolicismo por mediación de sus charlas con el padre Gafo. En 1928 abjuró de su pasado de militancia izquierdista, viéndose recompensado por la Dictadura de Primo de Rivera con un empleo en la CAMPSA de Valladolid –probablemente gracias al conocimiento del ramo que algunos antiguos dirigentes comunistas tenían, debido a los contactos secretos mantenidos entre la Dictadura y la Unión Soviética para el aprovisionamiento español de petróleo del Mar Negro; negociaciones en las que la contrapartida rusa consistiría en convencer al PCE de comparecer a la farsa de elecciones convocadas para la formación de la Asamblea corporativa primorriverista, tentativa fracasada por la negativa indignada de Bullejos y Trilla-. Durante la República se afilió a la Falange Española, uniéndose a la sublevación facciosa de julio del 36 y participando en la defensa de Oviedo bajo el mando de Aranda. Tras la caída del Norte parece que contribuyó a facilitar la huida de algunos antiguos correligionarios. Durante el franquismo fue designado Gobernador Civil de Valladolid. Escribió Memorias de mi amigo Óscar Perea (1931) y Sitio y defensa de Oviedo (1937).

Modesto y Lister

Modesto, Lister y los oficiales de milicias fueron destinados a la academia Frunze (los militares de carrera, como Cordón, fueron a la Vorochilov), donde según distintos testimonios, y en términos escolares, "no progresaban adecuadamente"... Cuando Moscú fue evacuado ante el avance alemán, los militares españoles fueron enviados a Tashkent, en el Caucaso. Lister y Modesto entablaron una continuada relación epistolar con Jesús Hernández, del que reclamaban que les sacara de allí para ser enviados a unidades del frente, como ocurrió con Domingo Ungría y su batallón de guerrilleros adscritos a la NKVD. Modesto y Lister se consumían en un ambiente marcado por las querellas domésticas, la frustración de los refugiados españoles empleados como estajanovistas y las protestas de sus mujeres por el alejamiento de sus hijos en las colonias escolares. Su apuesta por Hernández se incrementó al percibir que Francisco Antón les había colocado un confidente (un tal Cañameras) para que diera cuenta a Dolores Ibárruri y a él de sus andanzas. La enemistad entre Modesto y Antón -al que los descontentos motejaron como "el Niño" y "Godoy" (el querido de la reina Maria Luisa, esposa de Carlos IV) llegó al punto de que, habiéndole respondido Antón, ante una de sus habituales quejas sobre las precarias condiciones de los colectivos de españoles, que "hacer frente a las dificultades contribuye a la bolchevización", Modesto le replicara: "¿Y tú, cuando te bolchevizas?".
Modesto apostó también por Hernández porque este prometió la confección de unas listas para sacar a cuadros comunistas españoles de la URSS y enviarlos a México y España. Pero cuando la expulsión de Hernández se consumó en 1944, Modesto y Lister hubieron de reconvertir sus posiciones y aproximarse a Pasionaria, contribuyendo a la purga de antiguos compañeros de tertulia y crítica, como Enrique Castro. A Modesto le tocó, como militar, demoler las tesis sostenidas por Castro acerca de la conveniencia de abrir un segundo frente por los aliados en España. Ibárruri decidió tenerles de momento a su lado y les cooptó para el Buró Político de la delegación del PCE en la URSS. Pero las cuentas no estaban saldadas y, en 1947, con Carrillo ya como secretario de organización, se llevó a cabo el proceso conocido como "el complot del Lux" (el hotel de la Komintern donde se albergaban los dirigentes extranjeros de la IC), donde cayeron todos los antiguos próximos a Hernández y Castro: José Antonio Uribes, Segis Álvarez... y en el que se quiso envolver a Lister y Modesto. El gallego tardaría aún en caer, pero el gaditano salió muy tocado del asunto y, envuelto en la paranoia antitista de esos años, apenas levantó cabeza, salvo la mencionada contribución a los aspectos militares de la historia de la guerra editada por el partido.

Jesús Hernández: El exilio dentro del exilio.

“No se libera uno del Partido comunista como se deja un partido liberal, sobre todo por la razón de que la intensidad de los lazos que unen a un ciudadano con su partido se encuentran en proporción inversa a los sacrificios que le cuesta (…) El Partido comunista, para sus militantes, no es sola ni principalmente un organismo político: es escuela, iglesia, cuartel, familia; es una institución total en el sentido más completo y puro del término, y compromete por entero a quien se somete a él”.

Ignazio Silone: Le Dieu des ténebres, 1950 (citado en J-L. Panne: Boris Souvarine. Le premier désenchanté du communisme. Robert Laffont, Paris, 1993, p. 150.

“Tras mi expulsión del Partido, una vida diferente se abría ante mí, pero mi tarea no estaba cumplida, porque en el mundo pervivían todavía los problemas que me habían hecho acercarme al socialismo hacía 25 años. Todavía hacía falta luchar, porque todavía había explotados y explotadores, ricos y pobres, e injusticias sociales indignantes.
Rusia no es más que una deformación lamentable del ideal socialista. Pero las aspiraciones humanas a una sociedad más justa y más generosa están por encima del desarrollo de un fenómeno revolucionario. Continúo siendo socialista, así como millones de camaradas evadidos, como yo, de la prisión del sectarismo estaliniano”.

Jesús Hernández, La grande trahison, París (1953).

Introducción.

Vivimos tiempos de recuperación de la memoria histórica. El silencio forzado bajo la dictadura franquista, y el implícitamente pactado durante la transición, se están quebrando hoy ante el impulso de vindicación de quienes en su día lucharon por la libertad de todos y fueron vencidos. Se trata de un ejercicio de memoria restitutoria para las viejas generaciones y de revelación para las nuevas, que afecta a la sociedad española en su conjunto como producto histórico de un pasado oculto o deformado: memoria recuperadora de la República, de la militancia, el combate y la resistencia; memoria que rinde homenaje a las víctimas de la represión; memoria crítica de los hitos conmemorativos y de los personajes conmemorados heredados del imaginario dictatorial. Pero este rescate de la memoria social resultaría incompleto si no sacara también a la luz a aquellos que, en el seno de las organizaciones que se opusieron a la dictadura, y sin rehuir el combate contra ella, manifestaron desacuerdos tácticos, defendieron posiciones disidentes o plantearon vías heterodoxas y pagaron por ello el precio de la exclusión . Fueron, por tanto, doblemente derrotados.
Entre las organizaciones que se destacaron en la lucha contra el franquismo, el Partido Comunista de España (PCE) ocupa un lugar preponderante. Las duras condiciones de clandestinidad en que hubo de desenvolverse durante la mayor parte de su existencia, así como el contexto del enfrentamiento bipolar en el que se inscribieron sus actividades durante la segunda mitad del siglo XX apenas dejaron espacio para otros tipos de aproximación a su conocimiento que no fueran las obras militantes, reproductoras de un discurso legitimador, o una publicística abiertamente anticomunista, sostenida por funcionarios policiales, libelistas y antiguos militantes desengañados . Solo cuando la cuestión comunista comenzó a dejar de ser un asunto candente de la agenda política inmediata se inició una normalización del tratamiento historiográfico de este movimiento. Durante los últimos años se han publicado estudios sobre dirigentes comunistas que, por unas u otras razones, fueron excluidos del partido, de su historia y de su memoria durante décadas. Son los casos de Heriberto Quiñones y Jesús Monzón , arrojados al mundo exterior en una época decisiva para el PCE, la que transcurre entre su recomposición tras la derrota en la guerra civil y la puesta en pie de una organización capaz de dar respuesta a las expectativas planteadas por la inminente victoria aliada en la guerra mundial. Hoy, sus biografías se encuentran reinsertadas en la historia partidaria, pero aún son muchas las que restan por replantear. De entre ellas, este trabajo se propone abordar la de quien, tras figurar como uno de los principales forjadores del PCE durante los años cruciales de la República y la guerra civil, resultaría excluido de las filas del partido en los años 40, eliminado de sus anales y estigmatizado oficialmente como paradigma del traidor: Jesús Hernández Tomás. Un camino, el de la exaltación heroica a la execración, que recorrió buena parte de una generación de militantes que en la primera mitad del siglo XX confiaron en la revolución de Octubre como el acontecimiento fundacional de un tiempo nuevo.

• La exaltación del héroe.

La biografía de Jesús Hernández (1907-1971), nacido en Murcia pero alumbrado para la vida política en Vizcaya, parecía predestinada para conducirle a ocupar el más alto cargo dirigente del PCE. Miembro de las Juventudes Socialistas vizcaínas con nueve años, participó con catorce en el proceso de fundación del PC. Con dieciséis era uno de los “hombres de acción” del extravagante Óscar Pérez Solís, uno de los primeros secretarios del partido, ex oficial de artillería pasado primero al socialismo, y al comunismo después, que acabaría regresando a la fe católica durante una de sus estancias en prisión, y defendiendo Oviedo junto al sublevado coronel Aranda frente a las columnas mineras integradas por sus antiguos compañeros de ambas militancias. A su lado, Hernández participó en enfrentamientos armados con la policía y con los socialistas de Bilbao, en uno de los cuales intentó volar la sede del periódico El Liberal cuando se encontraba en el interior del edificio quien habría de ser, pasando el tiempo, compañero de gabinete ministerial: Indalecio Prieto.
Miembro de la dirección nacional del PCE desde marzo de 1930, fue sacado del país en el verano de 1931, tras un tiroteo con los socialistas que costó la vida a dos de ellos, y enviado a Moscú para completar su formación política en la Escuela Leninista. Volvió a España en 1932 para integrarse, junto con José Díaz y Dolores Ibárruri, en el Buró Político (BP) designado por la Komintern tras la caída del anterior Secretario general, José Bullejos, asumiendo la responsabilidad de “agit-prop” y la dirección de Mundo Obrero en 1936. En diciembre de 1933 participó, con “Pasionaria”, en las sesiones del XIII Plenario del Comité Ejecutivo de la Komintern, en las que se analizó la problemática de la expansión del fascismo, corriendo a su cargo una de las dos ponencias sobre la situación española. En agosto de 1935 figuró como segundo responsable oficial, tras José Díaz, de la delegación española al VII Congreso de la Internacional Comunista, en el que se aprobaría el impulso para la constitución de los frentes populares antifascistas .
Diputado por Córdoba en las elecciones de febrero de 1936, los gobiernos de guerra de Largo Caballero y Negrín le llevaron al Ministerio de Instrucción Pública en septiembre de ese mismo año, cartera que ocupó hasta abril de 1938. Corresponden estos años a los de su mayor exaltación por parte del aparato de propaganda comunista, cuya prensa ensalzó su labor mediante la difusión masiva de los discursos de quien era saludado como el “Ministro de la Juventud” . De hecho, por su brillantez oratoria y su destreza con la pluma, fue empleado como ariete por el partido en los procesos de derribo de Largo Caballero como presidente del consejo de ministros, en mayo de 1937, y de Indalecio Prieto como Ministro de Defensa, en marzo de 1938 .
A su salida del gabinete fue nombrado Comisario del Cuerpo de Ejércitos de la Zona Centro-Sur, manifestándose como notorio impulsor de la resistencia a ultranza. Stoian Minev –“Stepanov o “Moreno”, uno de los delegados de la Komintern – alabó sus conferencias en los cuerpos del ejército de Levante, que contribuyeron a levantar el decaído estado de ánimo de las tropas y de los comisarios en momentos tan críticos como los que precedieron a la caída de Cataluña, “y enardecerles de entusiasmo y de fe en la posibilidad de resistir con éxito” .
Cuando el golpe del coronel Casado (5 de marzo de 1939) acabó con las últimas posibilidades de aguante de la República, Hernández permaneció en Valencia, alentando a las fuerzas que se oponían a la capitulación y mostrándose partidario del uso de la fuerza para imponer al Consejo Nacional de Defensa la restitución de la legalidad frentepopulista. Ante la salida del país de la plana mayor del PCE, y manteniendo una tensa relación con Palmiro Togliatti, organizó junto a Pedro Checa y Jesús Larrañaga la dirección del PCE que habría de pasar a la clandestinidad ante la inminente victoria franquista. Fue uno de los últimos cuadros comunistas en abandonar España, el 24 de marzo de 1939, en uno de los aviones que lograron despegar de la escuela de vuelo de Totana (Murcia) antes de la entrega de la aviación republicana a Franco por parte del Consejo Nacional de Defensa.
Tras un breve periodo de retención en Orán (Argelia) por parte de las autoridades coloniales francesas, se instaló en Moscú, donde fue designado representante del PCE en la Internacional Comunista. Durante su estancia en la Unión Soviética se ocupó de la situación de la emigración española, diseminada en hogares infantiles y fábricas. Sus intervenciones para mejorar las penosas condiciones de existencia de muchos de estos refugiados, agravadas desde la invasión nazi de la URSS, le valieron la consideración favorable de muchos de ellos. Su talante simpático y abierto atrajo a sectores del aparato del PCE críticos con la imagen dada por Dolores Ibárruri y sus allegados (Francisco Antón –con quien mantenía una relación que escandalizaba a buena parte de la muy mojigata militancia comunista-, Ignacio Gallego, Irene Falcón…) desde su llegada a Rusia. Todo ello, unido a su capacidad para el trabajo político le convirtieron, en fin, en el candidato a secretario general que parecía gozar de la predilección de los dirigentes de la Komintern cuando se produjera el inevitable desenlace fatal que hacía prever la precaria salud de José Díaz.

• “Damnatio memoriae”.

La brillante carrera de Jesús Hernández comenzó a declinar durante el proceso sucesorio iniciado tras el suicidio de José Díaz en marzo de 1942. Aunque partía como favorito frente a otros posibles candidatos (Dolores Ibárruri, Vicente Uribe…) diversos avatares acabaron alejando de él toda posibilidad de alzarse con el puesto dejado vacante por el líder sevillano. Con el fracasado intento de desbancar de la sucesión a Ibárruri, y su consiguiente expulsión en México en 1944, comenzó el periodo durante el que la figura de Hernández transitó desde la execración al olvido.
La opinión de los dirigentes que permanecieron fieles a la ortodoxia partidaria hizo recaer la responsabilidad de la ruptura sobre Jesús Hernández, cuya estatura moral iría decreciendo en proporción directa a la negrura de las tintas con que se denunciaban su ambición personal y la corrupción de sus costumbres, causantes directas de su degeneración política. Resulta revelador que una controversia tan fundamental para la vida y el proyecto de un partido, como la que afectaba a la sucesión en la secretaría general, estuviese prácticamente desprovista de argumentos políticos y se ciñese casi exclusivamente a groseras descalificaciones de carácter personal. Hernández fue motejado de “bon vivant”, adicto al “donjuanismo”, “degenerado” y “amante de las orgías” por Ignacio Gallego, Santiago Álvarez, Santiago Carrillo y Antonio Mije, entre otros . Gallego elaboró la insidia de la compra de Hernández por los servicios secretos británicos –cargo que, por otra parte, también se imputó a Heriberto Quiñónes-; Álvarez se hizo portavoz de los cargos de su presunta corrupción durante el ejercicio de su cargo ministerial, y del reproche de haberle quitado la mujer a uno de los mártires oficiales del partido, el dirigente madrileño Domingo Girón; y Carrillo relacionó todos estos elementos con su habilidad para atraer a distintos cuadros al terreno de sus posiciones fraccionales, ganándoselos mediante la distribución entre ellos de artículos de consumo suntuario en medio de la precariedad imperante en el exilio soviético.
Dirigentes no menos ortodoxos en su momento, pero alejados después de la organización por diversos motivos, siguieron sin salirse del guión alusivo a la existencia de confrontaciones personales, quizás porque plantearse otras causas les obligaba a reconsiderar tanto su propio papel en la crisis como el peso aportado por el profundo desengaño de la vida soviética. Para Enrique Lister, la caída de Hernández fue el resultado de una batalla perdida por la defensa de la dignidad del PCE y de sus órganos de dirección, mancillados por la relación entre Ibárruri y Francisco Antón . Fernando Claudín y Manuel Tagüeña fueron de los pocos que integraron a la causalidad personal el ingrediente político: Hernández habría caído no solo por rebelarse contra la intangibilidad del mito Pasionaria, sino porque habiendo mantenido discrepancias ya durante la guerra de España con representantes de la Komintern –como Togliatti- y con los consejeros rusos, ofrecía menos garantías que Ibárruri para continuar con el acatamiento de las directrices soviéticas, en un momento en el que la necesidad de tranquilizar a los aliados occidentales obligaba a Stalin a sacrificar la existencia de la Internacional Comunista . Tagüeña introdujo un factor desencadenante más, que Claudín, antigua mano derecha de Carrillo en la férrea conducción del exilio español en la URSS, no contempla: el radical desacuerdo existente entre Hernández y Dolores acerca de las vías para solucionar la difícil situación de los emigrados en las fábricas y escuelas .
Tras la denigración vino el silencio. Las rehabilitaciones, que en el imaginario comunista constituyen un elemento habitual en los procesos cíclicos de recuperación y puesta en valor de figuras y vías anteriormente negadas por el propio partido, se detuvieron en seco ante los casos de Jesús Hernández, Heriberto Quiñones, Jesús Monzón y Joan Comorera. El veto de Ibárruri en su informe al V Congreso del partido –celebrado en Praga en 1954- fue expreso: no habría consideración para esos “tipos de conciencia podrida, cuyos dientes ratoneros se han mellado en el acerado tejido muscular del Partido y en la firmeza de su dirección”, sujetos a los que se calificaba como “aventureros políticos” y “disgregadores policiacos” . La extirpación de Hernández de la memoria oficial del partido culminó, como la de aquellos magistrados que en la antigüedad clásica sufrían la pena de la damnatio memoriae, con la eliminación de cualquier vestigio que recordara su trayectoria. Su identidad quedó borrada tanto en la historia oficial del PCE editada en Paris en 1960, como en las memorias de Dolores Ibárruri, quien en “El único camino” eludió escrupulosamente nombrar a Hernández refiriéndose a él siempre como “el otro ministro comunista” .

• Una ruptura en tiempos de la guerra fría.

La ruptura de Hernández con el PCE resultó amplificada tanto por la importancia que aquel había alcanzado en la estructura jerárquica del partido como por tener lugar en un contexto marcado por los primeros atisbos de la guerra fría. La confrontación entre los antiguos aliados que habían derrotado al nazismo perfilaba una línea de separación en dos bandos netamente delineados. Esta dicotomía, escasamente amiga de matices, se entrecruzaba con el posicionamiento que uno u otro bloque adoptaron respecto al régimen franquista. Los tiempos eran poco dados a las gradaciones cromáticas: imperaban el blanco o el negro, y todo aquello que resultase ser antisoviético se asociaba inmediatamente a apoyo al imperialismo, y por ende, a traición y a claudicación ante la dictadura.
Por añadidura, las potencias occidentales, y por supuesto el régimen franquista, no desaprovecharon oportunidad alguna para dar volumen a las disidencias de los antiguos comunistas desengañados del modelo soviético . Toda una generación de antiguos revolucionarios y funcionarios kominterianos dieron a la imprenta sus reflexiones críticas sobre el sistema estalinista. Era el caso de Franz Borkenau o Arthur Koestler, miembros del Partido Comunista Alemán (KPD), destacados ambos en España durante la guerra civil; del croata Ante Ciliga, fundador del Partido Socialista Obrero Yugoslavo (comunista) y director del semanario Borba ("La Lucha"), órgano del PCY, que se adhirió al trotskismo y fue deportado a Siberia; del peruano Eudocio Ravines, delegado de la Komintern para Latinoamérica, y organizador del Frente Popular de Chile, que rompió con el estalinismo tras el pacto Molotov-Ribbentrop de 1939; o del italiano Ettore Vanni, pedagogo y director del diario comunista valenciano Verdad, que dejó un amargo retrato del mundo de la emigración española en la URSS .
Algunos, desengañados completamente del comunismo, se adhirieron a campañas de divulgación de los males imperantes más allá del telón de acero, la mayoría de las veces sufragadas por el Departamento de Estado norteamericano. Sus malhadadas experiencias pretendían tener el valor de los exempla medievales: disuadir a otros de recorrer el mismo camino que a ellos les había conducido a la desesperanza y la persecución. Tal sería el caso, en España, de Valentín González “El Campesino” y de Enrique Castro Delgado . Otros, como Hernández, no renunciaron a su ideología comunista y buscaron en el modelo yugoslavo la plasmación de unos principios que consideraban fracasados en el sistema soviético. Amparándose en el apoyo que Yugoslavia ofreció a los disidentes del estalinismo tras su ruptura con la Kominform en 1948, Hernández trabajó como asesor de la embajada yugoslava en México, mientras daba a publicar sus divergencias en forma autobiográfica. Yo fui un ministro de Stalin se publicó en ese país en 1953, y fue traducida al francés ese mismo año con el título de La grande trahison. Herbert R. Southworth, en un famoso artículo de controversia con Burnett Bolloten, contribuyó posteriormente a propalar la especie de que el libro de Hernández había sido convenientemente inspirado, supervisado y corregido por el ex dirigente del POUM Julián Gorkin, miembro destacado del Congreso para la Libertad de Cultura, una organización especializada en la difusión de literatura antisoviética a la que se acusaba de estar financiada por la CIA. Según Southworth, los contactos entre Gorkin y Hernández se iniciaron a instancias de otro ex comunista, José Bullejos, que hizo de intermediario entre ambos. Fue Hernández, según esta versión, quien solicitó entrevistarse con Gorkin -habitual mediador entre editoriales europeas y autores de obras antisoviéticas- pero este se negó a “estrechar la mano de Jesús Hernández hasta que no haya denunciado en un libro los crímenes estalinistas en España y, más específicamente, los detalles sobre el encarcelamiento y asesinato de Andreu Nin”. De esta forma, Gorkin le había indicado a Hernández las condiciones bajo las cuales podría publicarse su libro. Seis meses después Gorkin recibía en París el texto de Yo fui un ministro de Stalin, cuya traducción - firmada por un tal Pierre Berthelin, pseudónimo que, según Southworth, encubría al propio Gorkin- apareció publicada por Fasquelle Éditeurs en 1954 .
Parece cuando menos dudoso que la supuesta connivencia entre Hernández y Gorkin hubiese escapado a la estrecha vigilancia a la que el PCE tenía sometido en México al ex ministro comunista . De confirmarse, el partido habría explotado el hecho con la amplitud propagandística que es de suponer. Tampoco era probable un estrecho acercamiento dado la pésima opinión que cada uno mantenía del otro: Hernández se cuidó mucho de que asociaran su imagen pública a la del “renegado Gorkin”, y este dudaba en su círculo inmediato de la sinceridad de las nuevas convicciones antiestalinistas del ex ministro comunista. El archivo personal de Gorkin no contiene, además, prueba alguna de la existencia de correspondencia entre Jesús Hernández y él, al contrario de lo que ocurre con Enrique Castro o Valentín González “El Campesino”, cuyas obras autobiográficas se encargó de difundir en Europa . Los contactos, de haberse producido, no dejaron rastro epistolar. Wilebaldo Solano, antiguo secretario de la Juventud Comunista Ibérica (organización juvenil del POUM) y director de La Batalla refiere que “Gorkin, que había conocido a Jesús Hernández en el PC, no creía en los cambios de éste y se burlaba de él”. Tampoco le concedían mucho crédito otros veteranos poumistas como Andrade, que no comprendieron en principio la decisión de Solano de publicar los capítulos del libro de Hernández relativos al asesinato de Andrés Nin . En este caso, Solano contó con el apoyo de Gorkin, de quien supo, por terceras personas, que se había puesto en contacto con Jesús Hernández “y que tenían interesantes discusiones” . Sin embargo, en su opúsculo España, primer ensayo de democracia popular y en sus escritos sobre el asesinato de Trotski, Gorkin únicamente alude a sus conversaciones con Enrique Castro Delgado . Tampoco existe confirmación sobre contactos personales con Hernández en la correspondencia cruzada entre Burnett Bolloten y Gorkin conservada en su archivo personal . No hay evidencias, pues, de que Yo fui un ministro de Stalin fuera una obra concebida por Gorkin y endosada a Hernández, como sostenía Southworth , ni parece que la relación entre ambos personajes estuviera guiada por otros fines que no fueran los de la utilización recíproca. En cualquier caso, en un mundo donde cabía poco espacio para el desarrollo de terceras vías, la utilización del testimonio de alguien tan significado como Hernández no iba a poder ser evitada por el propio autor. La oportunidad era demasiado tentadora, tanto para las plataformas prooccidentales en el exterior, como para los servicios de propaganda del régimen franquista.

• La manipulación de la propaganda franquista.

Vázquez Montalbán decía que “el hecho de que la apostasía de Jesús Hernández fuera ampliamente difundida por el franquismo y sus comisarios político-propagandísticos (Comín Colomer o Mauricio Carlavilla) puso a la defensiva a los comunistas y a casi toda la oposición antifranquista” . Cuando las obras de la mayor parte –si no de la totalidad- de la intelectualidad republicana en el exilio no podían publicarse libremente en España, la difusión de las obras de Hernández, Castro y “El Campesino”, facilitada por el estado a través de editoriales institucionales, parecía corroborar las acusaciones de “renegados” y “enemigos del pueblo” que dirigía contra ellos la dirección comunista. El régimen impulsó la difusión de este tipo de textos sin reparar en ninguna convención al uso sobre el respeto a la propiedad intelectual. Con la excepción de Mi fe se perdió en Moscú, de Castro Delgado (cuya cesión de derechos fue objeto de negociación entre la editorial francesa propietaria de los derechos para Europa, y la española)- , la impresión de los testimonios de Hernández y de “El Campesino” en la España franquista constituyó un caso de piratería editorial a gran escala llevada a cabo por la propia administración. En el caso de “el Campesino”, por ejemplo, el anuncio de su libro Yo escogí la esclavitud, publicitado en el ABC de 24 de noviembre de 1953, incluía la advertencia de que “de los derechos de autor en España de este libro no se lucrará “El Campesino”. Serán entregados a “Huérfanos de Asesinados” y “Ex cautivos”. Como la moral y la jurisprudencia dictan, no se beneficiará el verdugo y sí sus víctimas” . La edición del libro de Jesús Hernández, por su parte, fue encomendada a Mauricio Carlavilla – o Mauricio Karl, como gustaba firmar sus obras- un polizonte con veleidades literarias que adquirió notoriedad por llevar a cabo un intento frustrado de asesinato contra Manuel Azaña durante un mitin en Alcázar de San Juan, en 1935-. Entre sus indescriptibles producciones se encuentran títulos como Asesinos de España (Marxismo, Anarquismo y Masonería) y una Biografía política y psico-sexual de Malenkov. Algunas de sus teorías más pintorescas aunaban en la fundación del Frente Popular a Churchill y Cambó (¡!), o explicaban que el interés internacional suscitado por el asesinato de Andreu Nin se debía a que no era español, sino judío (sic). Publicado con el título Yo, ministro de Stalin en España , el texto de Hernández resultó contaminado por los ruidosos comentarios de Carcavilla, que empleó la pintoresca fórmula de un diálogo ficticio con el autor (que, por supuesto, se encontraba imposibilitado de responderle), amparándose en la supuesta familiaridad que le confería haber cruzado sus armas con él en 1923, en el transcurso de una huelga general en Bilbao.
Otro de los agentes policiales que abordaron la figura de Hernández fue Eduardo Comín Colomer, secretario de división de la Brigada Político Social. Debido a su acceso privilegiado al material incautado en registros y detenciones, y a los testimonios obtenidos en los interrogatorios policiales, Comín Colomer se erigió en el experto de referencia sobre la historia del PCE, llegando a publicar tres tomos que abarcaban desde los años fundacionales hasta el estallido de la guerra civil . Como otros autores de su misma corriente empleaba la divulgación histórica como un arma en el combate contra la subversión. Por ello, se encargó de ahondar al máximo en las diferencias que separaban a Hernández del resto de la dirección comunista, diseñando un modelo de relación dicotómica en el que Hernández representaba el polo radical e ilusorio, e Ibárruri la faceta taimada y maliciosa de una misma naturaleza comunista. Todo lo que debilitase estratégicamente al adversario valía, aunque fuera calumniar con el elogio, como de forma más grosera hacía el coronel de la Guardia Civil y experto en la lucha contra el maquis, Francisco Aguado Sánchez: “Otro destacado elemento fue Jesús Hernández Tomás, hombre de gran popularidad, veterano comunista, incondicional de José Díaz, tránsfuga de la CNT sevillana, ex pistolero y ex ministro de Instrucción Pública, rebelde al Kremlin, que por su tendencia personalista lo tenía catalogado como un militante de mentalidad burguesa” .
Abundando en esta línea, Ángel Ruíz Ayúcar, ex divisionario azul, periodista a sueldo y director de El Español –publicación impulsada por el Ministerio de Información y Turismo de Fraga Iribarne con voluntad de erigirse en trinchera de la contrainformación del régimen frente a la opinión publicada en el exterior- redactó en ocho meses, según confesión propia, una historia del PCE que abarcaba los años transcurridos entre 1939 y 1976, lo que le llevó a pasar por ser uno de los principales especialistas en la historia del partido . Con semejante apresuramiento, no es de extrañar que el libro este cuajado de errores, entre los que destacan algunos de identificación difícilmente justificables. Por ejemplo, cuando repasa la nómina de la emigración comunista a América y la URSS sitúa a Pedro Martínez Cartón –quien sería compañero circunstancial de Hernández en su proyecto político proyugoslavo- en ambos sitios a la vez, o al menos recorriendo el mundo a una velocidad ciertamente asombrosa para las circunstancias de la época: tan pronto parte hacia la URSS el 14 de abril de 1939 en el barco Smolny, junto a Pasionaria y la plana mayor del PCE, como llega a México en agosto de ese mismo año para organizar el asesinato de Trotski y volver rápidamente a la Unión Soviética, atravesando todo un hemisferio convulsionado por la guerra mundial. Allí se le encontraría, en octubre de 1941, formando parte de un batallón especial de la NKVD fundado por Caridad Mercader y Alexander Orlov (pasando por alto el autor el pequeño detalle de que Orlov hubiera desertado de los servicios soviéticos en junio de 1938…). Esta última referencia constituye un buen ejemplo de cómo funciona lo que se podría denominar una transferencia continua de error, dado que la historia del tenebroso batallón pasa íntegra de Ruiz Ayúcar, que a su vez la había tomado de Comín Colomer, a autores como D.W. Pike, que la reprodujo tal cual . Ello muestra, asimismo, que la historiografía no está libre de verse recluida dentro de esas “prisiones de larga duración” que son las interpretaciones heredadas.

• La visión historiográfica

Como se señaló al comienzo, la recuperación de las biografías de aquellos personajes que quedaron marginados en el proceso de construcción de la identidad de la organización comunista en España ha comenzado hace apenas unos años. No es infrecuente, por tanto, que las referencias historiográficas acerca de Hernández estén teñidas aún de las valoraciones que proporcionan las fuentes canónicas. Así, Rafael Cruz incide en el aspecto de la crítica machista como ingrediente básico de las críticas dirigidas por la facción de Hernández contra Dolores Ibárruri: “el mejor argumento de los partidarios de Jesús Hernández para resaltar sus méritos contra su contrincante fue el de la crítica ‘política’ hacia Pasionaria por su relación con un hombre al que, según ellos, encumbró a la dirección nacional del partido” . En ello viene a coincidir con Joan Estruch, que considera que Hernández “capitalizaba a su favor los ‘errores’ de Pasionaria en el terreno personal, que en aquella época tenía gran importancia en el movimiento comunista, muy tradicional en estas cuestiones” . Estruch, sin embargo, dota de más contenido político a las divergencias de Hernández, basándose fundamentalmente en las líneas de fractura apuntadas por Tagüeña.
En su obra de referencia sobre la oposición política al franquismo, Harmut Heine hace hincapié en la frustración personal y el resentimiento como móviles fundamentales de la actuación de Hernández, quien “tenía la certeza de que jamás accedería al codiciado cargo de secretario general mientras Dolores Ibárruri siguiera en la cumbre del partido, y eso le produjo una frustración que no dejó de transmitirse a los diversos libros por él firmados”. En consecuencia, lo que le condujo a la ruptura y a la constitución de un grupo disidente, el Movimiento Comunista de Oposición, “fue el resentimiento de quien había salido derrotado de la lucha intrapartidista y el deseo de desquitarse de esa derrota” .
Paul Preston, por su parte, otorga crédito a las viejas habladurías acerca de la relajada conducta sexual del ex ministro comunista, vertidas por personajes muy allegados a Ibárruri que, de esta forma, replicaban al mismo nivel a los adláteres de Hernández: según Irene Falcón en conversación con el autor, “José Díaz se preocupaba más de las aventuras sexuales de Hernández que de las de Pasionaria” . Gregorio Morán, en una obra tan documentada como desprovista del aparato crítico propio de los trabajos historiográficos, describe la crisis de Hernández como “una tormenta en un vaso de agua, casi un problema doméstico, sin connotaciones políticas, fuera de los aspectos personales”. Más tarde, sin embargo, acierta a contextualizar la crisis de liderazgo en el PCE de los años 40 situándola en un momento marcado por la amargura de una doble derrota, la de la guerra y la de la fe en la superioridad material, organizativa y moral del modelo soviético .
Ricardo Miralles, en su biografía de Negrín, retoma las tesis de Soutwhorth acerca de la conexión Bolloten-Gorkin-Congreso por la Libertad de Cultura-CIA: “Las fuentes que proporcionó Julián Gorkin a Burnett Bolloten, principalmente los libros de Valentín González ‘El Campesino’, Jesús Hernández y Enrique Castro Delgado, por no citar los suyos, fueron ‘orientados’ por él”. Según Miralles, existiría un conglomerado de autores anticomunistas (entre los que incluye a Adolfo Sánchez Vázquez, Justo Martínez Amutio y Julián Gorkin) que habría contribuido a la campaña intelectual de descrédito contra la figura de Negrín. Contra Jesús Hernández se despacha desautorizando la veracidad de su testimonio, basándose en que realiza una errónea descripción física de Orlov – Hernández lo describió como de elevada estatura cuando en realidad era más bajo que él- o porque citase la presencia de Togliatti, en julio de 1937, en una reunión preparatoria de la caída del gobierno de Largo Caballero, cuando “Alfredo” aún no había llegado a España por esas fechas .
El cuestionamiento de la veracidad del testimonio de Hernández es uno de los tópicos más reiterados. Heine lo califica como “de dudoso valor histórico” y para Preston, “la relación venenosa de Jesús Hernández tiene que utilizarse con extremo cuidado”. Desde otra perspectiva, la ensayística, Vázquez Montalbán juzga tardía la conversión de Hernández y rebaja la credibilidad de sus memorias por la anacrónica insistencia en dejar constancia de una adhesión temprana al “comunismo nacional” . Evidentemente, podríamos concluir, la misma prevención habría que aplicar a las memorias de todos aquellos que reflejaron sus vivencias por escrito. Conviene tener en cuenta que entre los comunistas, en particular aquellos formados en el periodo kominteriano, la elaboración de la autobiografía formaba parte esencial de los mecanismos de presentación ante el aparato y de promoción dentro de él, y que de la calificación obtenida dependía, en muchas ocasiones, la recompensa o la sanción. Es probable, por tanto, que en ellas haya una dosis no escasa de autojustificación, pero seguramente no mucho mayor que en otros autores u otras obras del mismo género.