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Estudios sobre la historia del movimiento comunista en España

Jesús Hernández: El exilio dentro del exilio.

“No se libera uno del Partido comunista como se deja un partido liberal, sobre todo por la razón de que la intensidad de los lazos que unen a un ciudadano con su partido se encuentran en proporción inversa a los sacrificios que le cuesta (…) El Partido comunista, para sus militantes, no es sola ni principalmente un organismo político: es escuela, iglesia, cuartel, familia; es una institución total en el sentido más completo y puro del término, y compromete por entero a quien se somete a él”.

Ignazio Silone: Le Dieu des ténebres, 1950 (citado en J-L. Panne: Boris Souvarine. Le premier désenchanté du communisme. Robert Laffont, Paris, 1993, p. 150.

“Tras mi expulsión del Partido, una vida diferente se abría ante mí, pero mi tarea no estaba cumplida, porque en el mundo pervivían todavía los problemas que me habían hecho acercarme al socialismo hacía 25 años. Todavía hacía falta luchar, porque todavía había explotados y explotadores, ricos y pobres, e injusticias sociales indignantes.
Rusia no es más que una deformación lamentable del ideal socialista. Pero las aspiraciones humanas a una sociedad más justa y más generosa están por encima del desarrollo de un fenómeno revolucionario. Continúo siendo socialista, así como millones de camaradas evadidos, como yo, de la prisión del sectarismo estaliniano”.

Jesús Hernández, La grande trahison, París (1953).

Introducción.

Vivimos tiempos de recuperación de la memoria histórica. El silencio forzado bajo la dictadura franquista, y el implícitamente pactado durante la transición, se están quebrando hoy ante el impulso de vindicación de quienes en su día lucharon por la libertad de todos y fueron vencidos. Se trata de un ejercicio de memoria restitutoria para las viejas generaciones y de revelación para las nuevas, que afecta a la sociedad española en su conjunto como producto histórico de un pasado oculto o deformado: memoria recuperadora de la República, de la militancia, el combate y la resistencia; memoria que rinde homenaje a las víctimas de la represión; memoria crítica de los hitos conmemorativos y de los personajes conmemorados heredados del imaginario dictatorial. Pero este rescate de la memoria social resultaría incompleto si no sacara también a la luz a aquellos que, en el seno de las organizaciones que se opusieron a la dictadura, y sin rehuir el combate contra ella, manifestaron desacuerdos tácticos, defendieron posiciones disidentes o plantearon vías heterodoxas y pagaron por ello el precio de la exclusión . Fueron, por tanto, doblemente derrotados.
Entre las organizaciones que se destacaron en la lucha contra el franquismo, el Partido Comunista de España (PCE) ocupa un lugar preponderante. Las duras condiciones de clandestinidad en que hubo de desenvolverse durante la mayor parte de su existencia, así como el contexto del enfrentamiento bipolar en el que se inscribieron sus actividades durante la segunda mitad del siglo XX apenas dejaron espacio para otros tipos de aproximación a su conocimiento que no fueran las obras militantes, reproductoras de un discurso legitimador, o una publicística abiertamente anticomunista, sostenida por funcionarios policiales, libelistas y antiguos militantes desengañados . Solo cuando la cuestión comunista comenzó a dejar de ser un asunto candente de la agenda política inmediata se inició una normalización del tratamiento historiográfico de este movimiento. Durante los últimos años se han publicado estudios sobre dirigentes comunistas que, por unas u otras razones, fueron excluidos del partido, de su historia y de su memoria durante décadas. Son los casos de Heriberto Quiñones y Jesús Monzón , arrojados al mundo exterior en una época decisiva para el PCE, la que transcurre entre su recomposición tras la derrota en la guerra civil y la puesta en pie de una organización capaz de dar respuesta a las expectativas planteadas por la inminente victoria aliada en la guerra mundial. Hoy, sus biografías se encuentran reinsertadas en la historia partidaria, pero aún son muchas las que restan por replantear. De entre ellas, este trabajo se propone abordar la de quien, tras figurar como uno de los principales forjadores del PCE durante los años cruciales de la República y la guerra civil, resultaría excluido de las filas del partido en los años 40, eliminado de sus anales y estigmatizado oficialmente como paradigma del traidor: Jesús Hernández Tomás. Un camino, el de la exaltación heroica a la execración, que recorrió buena parte de una generación de militantes que en la primera mitad del siglo XX confiaron en la revolución de Octubre como el acontecimiento fundacional de un tiempo nuevo.

• La exaltación del héroe.

La biografía de Jesús Hernández (1907-1971), nacido en Murcia pero alumbrado para la vida política en Vizcaya, parecía predestinada para conducirle a ocupar el más alto cargo dirigente del PCE. Miembro de las Juventudes Socialistas vizcaínas con nueve años, participó con catorce en el proceso de fundación del PC. Con dieciséis era uno de los “hombres de acción” del extravagante Óscar Pérez Solís, uno de los primeros secretarios del partido, ex oficial de artillería pasado primero al socialismo, y al comunismo después, que acabaría regresando a la fe católica durante una de sus estancias en prisión, y defendiendo Oviedo junto al sublevado coronel Aranda frente a las columnas mineras integradas por sus antiguos compañeros de ambas militancias. A su lado, Hernández participó en enfrentamientos armados con la policía y con los socialistas de Bilbao, en uno de los cuales intentó volar la sede del periódico El Liberal cuando se encontraba en el interior del edificio quien habría de ser, pasando el tiempo, compañero de gabinete ministerial: Indalecio Prieto.
Miembro de la dirección nacional del PCE desde marzo de 1930, fue sacado del país en el verano de 1931, tras un tiroteo con los socialistas que costó la vida a dos de ellos, y enviado a Moscú para completar su formación política en la Escuela Leninista. Volvió a España en 1932 para integrarse, junto con José Díaz y Dolores Ibárruri, en el Buró Político (BP) designado por la Komintern tras la caída del anterior Secretario general, José Bullejos, asumiendo la responsabilidad de “agit-prop” y la dirección de Mundo Obrero en 1936. En diciembre de 1933 participó, con “Pasionaria”, en las sesiones del XIII Plenario del Comité Ejecutivo de la Komintern, en las que se analizó la problemática de la expansión del fascismo, corriendo a su cargo una de las dos ponencias sobre la situación española. En agosto de 1935 figuró como segundo responsable oficial, tras José Díaz, de la delegación española al VII Congreso de la Internacional Comunista, en el que se aprobaría el impulso para la constitución de los frentes populares antifascistas .
Diputado por Córdoba en las elecciones de febrero de 1936, los gobiernos de guerra de Largo Caballero y Negrín le llevaron al Ministerio de Instrucción Pública en septiembre de ese mismo año, cartera que ocupó hasta abril de 1938. Corresponden estos años a los de su mayor exaltación por parte del aparato de propaganda comunista, cuya prensa ensalzó su labor mediante la difusión masiva de los discursos de quien era saludado como el “Ministro de la Juventud” . De hecho, por su brillantez oratoria y su destreza con la pluma, fue empleado como ariete por el partido en los procesos de derribo de Largo Caballero como presidente del consejo de ministros, en mayo de 1937, y de Indalecio Prieto como Ministro de Defensa, en marzo de 1938 .
A su salida del gabinete fue nombrado Comisario del Cuerpo de Ejércitos de la Zona Centro-Sur, manifestándose como notorio impulsor de la resistencia a ultranza. Stoian Minev –“Stepanov o “Moreno”, uno de los delegados de la Komintern – alabó sus conferencias en los cuerpos del ejército de Levante, que contribuyeron a levantar el decaído estado de ánimo de las tropas y de los comisarios en momentos tan críticos como los que precedieron a la caída de Cataluña, “y enardecerles de entusiasmo y de fe en la posibilidad de resistir con éxito” .
Cuando el golpe del coronel Casado (5 de marzo de 1939) acabó con las últimas posibilidades de aguante de la República, Hernández permaneció en Valencia, alentando a las fuerzas que se oponían a la capitulación y mostrándose partidario del uso de la fuerza para imponer al Consejo Nacional de Defensa la restitución de la legalidad frentepopulista. Ante la salida del país de la plana mayor del PCE, y manteniendo una tensa relación con Palmiro Togliatti, organizó junto a Pedro Checa y Jesús Larrañaga la dirección del PCE que habría de pasar a la clandestinidad ante la inminente victoria franquista. Fue uno de los últimos cuadros comunistas en abandonar España, el 24 de marzo de 1939, en uno de los aviones que lograron despegar de la escuela de vuelo de Totana (Murcia) antes de la entrega de la aviación republicana a Franco por parte del Consejo Nacional de Defensa.
Tras un breve periodo de retención en Orán (Argelia) por parte de las autoridades coloniales francesas, se instaló en Moscú, donde fue designado representante del PCE en la Internacional Comunista. Durante su estancia en la Unión Soviética se ocupó de la situación de la emigración española, diseminada en hogares infantiles y fábricas. Sus intervenciones para mejorar las penosas condiciones de existencia de muchos de estos refugiados, agravadas desde la invasión nazi de la URSS, le valieron la consideración favorable de muchos de ellos. Su talante simpático y abierto atrajo a sectores del aparato del PCE críticos con la imagen dada por Dolores Ibárruri y sus allegados (Francisco Antón –con quien mantenía una relación que escandalizaba a buena parte de la muy mojigata militancia comunista-, Ignacio Gallego, Irene Falcón…) desde su llegada a Rusia. Todo ello, unido a su capacidad para el trabajo político le convirtieron, en fin, en el candidato a secretario general que parecía gozar de la predilección de los dirigentes de la Komintern cuando se produjera el inevitable desenlace fatal que hacía prever la precaria salud de José Díaz.

• “Damnatio memoriae”.

La brillante carrera de Jesús Hernández comenzó a declinar durante el proceso sucesorio iniciado tras el suicidio de José Díaz en marzo de 1942. Aunque partía como favorito frente a otros posibles candidatos (Dolores Ibárruri, Vicente Uribe…) diversos avatares acabaron alejando de él toda posibilidad de alzarse con el puesto dejado vacante por el líder sevillano. Con el fracasado intento de desbancar de la sucesión a Ibárruri, y su consiguiente expulsión en México en 1944, comenzó el periodo durante el que la figura de Hernández transitó desde la execración al olvido.
La opinión de los dirigentes que permanecieron fieles a la ortodoxia partidaria hizo recaer la responsabilidad de la ruptura sobre Jesús Hernández, cuya estatura moral iría decreciendo en proporción directa a la negrura de las tintas con que se denunciaban su ambición personal y la corrupción de sus costumbres, causantes directas de su degeneración política. Resulta revelador que una controversia tan fundamental para la vida y el proyecto de un partido, como la que afectaba a la sucesión en la secretaría general, estuviese prácticamente desprovista de argumentos políticos y se ciñese casi exclusivamente a groseras descalificaciones de carácter personal. Hernández fue motejado de “bon vivant”, adicto al “donjuanismo”, “degenerado” y “amante de las orgías” por Ignacio Gallego, Santiago Álvarez, Santiago Carrillo y Antonio Mije, entre otros . Gallego elaboró la insidia de la compra de Hernández por los servicios secretos británicos –cargo que, por otra parte, también se imputó a Heriberto Quiñónes-; Álvarez se hizo portavoz de los cargos de su presunta corrupción durante el ejercicio de su cargo ministerial, y del reproche de haberle quitado la mujer a uno de los mártires oficiales del partido, el dirigente madrileño Domingo Girón; y Carrillo relacionó todos estos elementos con su habilidad para atraer a distintos cuadros al terreno de sus posiciones fraccionales, ganándoselos mediante la distribución entre ellos de artículos de consumo suntuario en medio de la precariedad imperante en el exilio soviético.
Dirigentes no menos ortodoxos en su momento, pero alejados después de la organización por diversos motivos, siguieron sin salirse del guión alusivo a la existencia de confrontaciones personales, quizás porque plantearse otras causas les obligaba a reconsiderar tanto su propio papel en la crisis como el peso aportado por el profundo desengaño de la vida soviética. Para Enrique Lister, la caída de Hernández fue el resultado de una batalla perdida por la defensa de la dignidad del PCE y de sus órganos de dirección, mancillados por la relación entre Ibárruri y Francisco Antón . Fernando Claudín y Manuel Tagüeña fueron de los pocos que integraron a la causalidad personal el ingrediente político: Hernández habría caído no solo por rebelarse contra la intangibilidad del mito Pasionaria, sino porque habiendo mantenido discrepancias ya durante la guerra de España con representantes de la Komintern –como Togliatti- y con los consejeros rusos, ofrecía menos garantías que Ibárruri para continuar con el acatamiento de las directrices soviéticas, en un momento en el que la necesidad de tranquilizar a los aliados occidentales obligaba a Stalin a sacrificar la existencia de la Internacional Comunista . Tagüeña introdujo un factor desencadenante más, que Claudín, antigua mano derecha de Carrillo en la férrea conducción del exilio español en la URSS, no contempla: el radical desacuerdo existente entre Hernández y Dolores acerca de las vías para solucionar la difícil situación de los emigrados en las fábricas y escuelas .
Tras la denigración vino el silencio. Las rehabilitaciones, que en el imaginario comunista constituyen un elemento habitual en los procesos cíclicos de recuperación y puesta en valor de figuras y vías anteriormente negadas por el propio partido, se detuvieron en seco ante los casos de Jesús Hernández, Heriberto Quiñones, Jesús Monzón y Joan Comorera. El veto de Ibárruri en su informe al V Congreso del partido –celebrado en Praga en 1954- fue expreso: no habría consideración para esos “tipos de conciencia podrida, cuyos dientes ratoneros se han mellado en el acerado tejido muscular del Partido y en la firmeza de su dirección”, sujetos a los que se calificaba como “aventureros políticos” y “disgregadores policiacos” . La extirpación de Hernández de la memoria oficial del partido culminó, como la de aquellos magistrados que en la antigüedad clásica sufrían la pena de la damnatio memoriae, con la eliminación de cualquier vestigio que recordara su trayectoria. Su identidad quedó borrada tanto en la historia oficial del PCE editada en Paris en 1960, como en las memorias de Dolores Ibárruri, quien en “El único camino” eludió escrupulosamente nombrar a Hernández refiriéndose a él siempre como “el otro ministro comunista” .

• Una ruptura en tiempos de la guerra fría.

La ruptura de Hernández con el PCE resultó amplificada tanto por la importancia que aquel había alcanzado en la estructura jerárquica del partido como por tener lugar en un contexto marcado por los primeros atisbos de la guerra fría. La confrontación entre los antiguos aliados que habían derrotado al nazismo perfilaba una línea de separación en dos bandos netamente delineados. Esta dicotomía, escasamente amiga de matices, se entrecruzaba con el posicionamiento que uno u otro bloque adoptaron respecto al régimen franquista. Los tiempos eran poco dados a las gradaciones cromáticas: imperaban el blanco o el negro, y todo aquello que resultase ser antisoviético se asociaba inmediatamente a apoyo al imperialismo, y por ende, a traición y a claudicación ante la dictadura.
Por añadidura, las potencias occidentales, y por supuesto el régimen franquista, no desaprovecharon oportunidad alguna para dar volumen a las disidencias de los antiguos comunistas desengañados del modelo soviético . Toda una generación de antiguos revolucionarios y funcionarios kominterianos dieron a la imprenta sus reflexiones críticas sobre el sistema estalinista. Era el caso de Franz Borkenau o Arthur Koestler, miembros del Partido Comunista Alemán (KPD), destacados ambos en España durante la guerra civil; del croata Ante Ciliga, fundador del Partido Socialista Obrero Yugoslavo (comunista) y director del semanario Borba ("La Lucha"), órgano del PCY, que se adhirió al trotskismo y fue deportado a Siberia; del peruano Eudocio Ravines, delegado de la Komintern para Latinoamérica, y organizador del Frente Popular de Chile, que rompió con el estalinismo tras el pacto Molotov-Ribbentrop de 1939; o del italiano Ettore Vanni, pedagogo y director del diario comunista valenciano Verdad, que dejó un amargo retrato del mundo de la emigración española en la URSS .
Algunos, desengañados completamente del comunismo, se adhirieron a campañas de divulgación de los males imperantes más allá del telón de acero, la mayoría de las veces sufragadas por el Departamento de Estado norteamericano. Sus malhadadas experiencias pretendían tener el valor de los exempla medievales: disuadir a otros de recorrer el mismo camino que a ellos les había conducido a la desesperanza y la persecución. Tal sería el caso, en España, de Valentín González “El Campesino” y de Enrique Castro Delgado . Otros, como Hernández, no renunciaron a su ideología comunista y buscaron en el modelo yugoslavo la plasmación de unos principios que consideraban fracasados en el sistema soviético. Amparándose en el apoyo que Yugoslavia ofreció a los disidentes del estalinismo tras su ruptura con la Kominform en 1948, Hernández trabajó como asesor de la embajada yugoslava en México, mientras daba a publicar sus divergencias en forma autobiográfica. Yo fui un ministro de Stalin se publicó en ese país en 1953, y fue traducida al francés ese mismo año con el título de La grande trahison. Herbert R. Southworth, en un famoso artículo de controversia con Burnett Bolloten, contribuyó posteriormente a propalar la especie de que el libro de Hernández había sido convenientemente inspirado, supervisado y corregido por el ex dirigente del POUM Julián Gorkin, miembro destacado del Congreso para la Libertad de Cultura, una organización especializada en la difusión de literatura antisoviética a la que se acusaba de estar financiada por la CIA. Según Southworth, los contactos entre Gorkin y Hernández se iniciaron a instancias de otro ex comunista, José Bullejos, que hizo de intermediario entre ambos. Fue Hernández, según esta versión, quien solicitó entrevistarse con Gorkin -habitual mediador entre editoriales europeas y autores de obras antisoviéticas- pero este se negó a “estrechar la mano de Jesús Hernández hasta que no haya denunciado en un libro los crímenes estalinistas en España y, más específicamente, los detalles sobre el encarcelamiento y asesinato de Andreu Nin”. De esta forma, Gorkin le había indicado a Hernández las condiciones bajo las cuales podría publicarse su libro. Seis meses después Gorkin recibía en París el texto de Yo fui un ministro de Stalin, cuya traducción - firmada por un tal Pierre Berthelin, pseudónimo que, según Southworth, encubría al propio Gorkin- apareció publicada por Fasquelle Éditeurs en 1954 .
Parece cuando menos dudoso que la supuesta connivencia entre Hernández y Gorkin hubiese escapado a la estrecha vigilancia a la que el PCE tenía sometido en México al ex ministro comunista . De confirmarse, el partido habría explotado el hecho con la amplitud propagandística que es de suponer. Tampoco era probable un estrecho acercamiento dado la pésima opinión que cada uno mantenía del otro: Hernández se cuidó mucho de que asociaran su imagen pública a la del “renegado Gorkin”, y este dudaba en su círculo inmediato de la sinceridad de las nuevas convicciones antiestalinistas del ex ministro comunista. El archivo personal de Gorkin no contiene, además, prueba alguna de la existencia de correspondencia entre Jesús Hernández y él, al contrario de lo que ocurre con Enrique Castro o Valentín González “El Campesino”, cuyas obras autobiográficas se encargó de difundir en Europa . Los contactos, de haberse producido, no dejaron rastro epistolar. Wilebaldo Solano, antiguo secretario de la Juventud Comunista Ibérica (organización juvenil del POUM) y director de La Batalla refiere que “Gorkin, que había conocido a Jesús Hernández en el PC, no creía en los cambios de éste y se burlaba de él”. Tampoco le concedían mucho crédito otros veteranos poumistas como Andrade, que no comprendieron en principio la decisión de Solano de publicar los capítulos del libro de Hernández relativos al asesinato de Andrés Nin . En este caso, Solano contó con el apoyo de Gorkin, de quien supo, por terceras personas, que se había puesto en contacto con Jesús Hernández “y que tenían interesantes discusiones” . Sin embargo, en su opúsculo España, primer ensayo de democracia popular y en sus escritos sobre el asesinato de Trotski, Gorkin únicamente alude a sus conversaciones con Enrique Castro Delgado . Tampoco existe confirmación sobre contactos personales con Hernández en la correspondencia cruzada entre Burnett Bolloten y Gorkin conservada en su archivo personal . No hay evidencias, pues, de que Yo fui un ministro de Stalin fuera una obra concebida por Gorkin y endosada a Hernández, como sostenía Southworth , ni parece que la relación entre ambos personajes estuviera guiada por otros fines que no fueran los de la utilización recíproca. En cualquier caso, en un mundo donde cabía poco espacio para el desarrollo de terceras vías, la utilización del testimonio de alguien tan significado como Hernández no iba a poder ser evitada por el propio autor. La oportunidad era demasiado tentadora, tanto para las plataformas prooccidentales en el exterior, como para los servicios de propaganda del régimen franquista.

• La manipulación de la propaganda franquista.

Vázquez Montalbán decía que “el hecho de que la apostasía de Jesús Hernández fuera ampliamente difundida por el franquismo y sus comisarios político-propagandísticos (Comín Colomer o Mauricio Carlavilla) puso a la defensiva a los comunistas y a casi toda la oposición antifranquista” . Cuando las obras de la mayor parte –si no de la totalidad- de la intelectualidad republicana en el exilio no podían publicarse libremente en España, la difusión de las obras de Hernández, Castro y “El Campesino”, facilitada por el estado a través de editoriales institucionales, parecía corroborar las acusaciones de “renegados” y “enemigos del pueblo” que dirigía contra ellos la dirección comunista. El régimen impulsó la difusión de este tipo de textos sin reparar en ninguna convención al uso sobre el respeto a la propiedad intelectual. Con la excepción de Mi fe se perdió en Moscú, de Castro Delgado (cuya cesión de derechos fue objeto de negociación entre la editorial francesa propietaria de los derechos para Europa, y la española)- , la impresión de los testimonios de Hernández y de “El Campesino” en la España franquista constituyó un caso de piratería editorial a gran escala llevada a cabo por la propia administración. En el caso de “el Campesino”, por ejemplo, el anuncio de su libro Yo escogí la esclavitud, publicitado en el ABC de 24 de noviembre de 1953, incluía la advertencia de que “de los derechos de autor en España de este libro no se lucrará “El Campesino”. Serán entregados a “Huérfanos de Asesinados” y “Ex cautivos”. Como la moral y la jurisprudencia dictan, no se beneficiará el verdugo y sí sus víctimas” . La edición del libro de Jesús Hernández, por su parte, fue encomendada a Mauricio Carlavilla – o Mauricio Karl, como gustaba firmar sus obras- un polizonte con veleidades literarias que adquirió notoriedad por llevar a cabo un intento frustrado de asesinato contra Manuel Azaña durante un mitin en Alcázar de San Juan, en 1935-. Entre sus indescriptibles producciones se encuentran títulos como Asesinos de España (Marxismo, Anarquismo y Masonería) y una Biografía política y psico-sexual de Malenkov. Algunas de sus teorías más pintorescas aunaban en la fundación del Frente Popular a Churchill y Cambó (¡!), o explicaban que el interés internacional suscitado por el asesinato de Andreu Nin se debía a que no era español, sino judío (sic). Publicado con el título Yo, ministro de Stalin en España , el texto de Hernández resultó contaminado por los ruidosos comentarios de Carcavilla, que empleó la pintoresca fórmula de un diálogo ficticio con el autor (que, por supuesto, se encontraba imposibilitado de responderle), amparándose en la supuesta familiaridad que le confería haber cruzado sus armas con él en 1923, en el transcurso de una huelga general en Bilbao.
Otro de los agentes policiales que abordaron la figura de Hernández fue Eduardo Comín Colomer, secretario de división de la Brigada Político Social. Debido a su acceso privilegiado al material incautado en registros y detenciones, y a los testimonios obtenidos en los interrogatorios policiales, Comín Colomer se erigió en el experto de referencia sobre la historia del PCE, llegando a publicar tres tomos que abarcaban desde los años fundacionales hasta el estallido de la guerra civil . Como otros autores de su misma corriente empleaba la divulgación histórica como un arma en el combate contra la subversión. Por ello, se encargó de ahondar al máximo en las diferencias que separaban a Hernández del resto de la dirección comunista, diseñando un modelo de relación dicotómica en el que Hernández representaba el polo radical e ilusorio, e Ibárruri la faceta taimada y maliciosa de una misma naturaleza comunista. Todo lo que debilitase estratégicamente al adversario valía, aunque fuera calumniar con el elogio, como de forma más grosera hacía el coronel de la Guardia Civil y experto en la lucha contra el maquis, Francisco Aguado Sánchez: “Otro destacado elemento fue Jesús Hernández Tomás, hombre de gran popularidad, veterano comunista, incondicional de José Díaz, tránsfuga de la CNT sevillana, ex pistolero y ex ministro de Instrucción Pública, rebelde al Kremlin, que por su tendencia personalista lo tenía catalogado como un militante de mentalidad burguesa” .
Abundando en esta línea, Ángel Ruíz Ayúcar, ex divisionario azul, periodista a sueldo y director de El Español –publicación impulsada por el Ministerio de Información y Turismo de Fraga Iribarne con voluntad de erigirse en trinchera de la contrainformación del régimen frente a la opinión publicada en el exterior- redactó en ocho meses, según confesión propia, una historia del PCE que abarcaba los años transcurridos entre 1939 y 1976, lo que le llevó a pasar por ser uno de los principales especialistas en la historia del partido . Con semejante apresuramiento, no es de extrañar que el libro este cuajado de errores, entre los que destacan algunos de identificación difícilmente justificables. Por ejemplo, cuando repasa la nómina de la emigración comunista a América y la URSS sitúa a Pedro Martínez Cartón –quien sería compañero circunstancial de Hernández en su proyecto político proyugoslavo- en ambos sitios a la vez, o al menos recorriendo el mundo a una velocidad ciertamente asombrosa para las circunstancias de la época: tan pronto parte hacia la URSS el 14 de abril de 1939 en el barco Smolny, junto a Pasionaria y la plana mayor del PCE, como llega a México en agosto de ese mismo año para organizar el asesinato de Trotski y volver rápidamente a la Unión Soviética, atravesando todo un hemisferio convulsionado por la guerra mundial. Allí se le encontraría, en octubre de 1941, formando parte de un batallón especial de la NKVD fundado por Caridad Mercader y Alexander Orlov (pasando por alto el autor el pequeño detalle de que Orlov hubiera desertado de los servicios soviéticos en junio de 1938…). Esta última referencia constituye un buen ejemplo de cómo funciona lo que se podría denominar una transferencia continua de error, dado que la historia del tenebroso batallón pasa íntegra de Ruiz Ayúcar, que a su vez la había tomado de Comín Colomer, a autores como D.W. Pike, que la reprodujo tal cual . Ello muestra, asimismo, que la historiografía no está libre de verse recluida dentro de esas “prisiones de larga duración” que son las interpretaciones heredadas.

• La visión historiográfica

Como se señaló al comienzo, la recuperación de las biografías de aquellos personajes que quedaron marginados en el proceso de construcción de la identidad de la organización comunista en España ha comenzado hace apenas unos años. No es infrecuente, por tanto, que las referencias historiográficas acerca de Hernández estén teñidas aún de las valoraciones que proporcionan las fuentes canónicas. Así, Rafael Cruz incide en el aspecto de la crítica machista como ingrediente básico de las críticas dirigidas por la facción de Hernández contra Dolores Ibárruri: “el mejor argumento de los partidarios de Jesús Hernández para resaltar sus méritos contra su contrincante fue el de la crítica ‘política’ hacia Pasionaria por su relación con un hombre al que, según ellos, encumbró a la dirección nacional del partido” . En ello viene a coincidir con Joan Estruch, que considera que Hernández “capitalizaba a su favor los ‘errores’ de Pasionaria en el terreno personal, que en aquella época tenía gran importancia en el movimiento comunista, muy tradicional en estas cuestiones” . Estruch, sin embargo, dota de más contenido político a las divergencias de Hernández, basándose fundamentalmente en las líneas de fractura apuntadas por Tagüeña.
En su obra de referencia sobre la oposición política al franquismo, Harmut Heine hace hincapié en la frustración personal y el resentimiento como móviles fundamentales de la actuación de Hernández, quien “tenía la certeza de que jamás accedería al codiciado cargo de secretario general mientras Dolores Ibárruri siguiera en la cumbre del partido, y eso le produjo una frustración que no dejó de transmitirse a los diversos libros por él firmados”. En consecuencia, lo que le condujo a la ruptura y a la constitución de un grupo disidente, el Movimiento Comunista de Oposición, “fue el resentimiento de quien había salido derrotado de la lucha intrapartidista y el deseo de desquitarse de esa derrota” .
Paul Preston, por su parte, otorga crédito a las viejas habladurías acerca de la relajada conducta sexual del ex ministro comunista, vertidas por personajes muy allegados a Ibárruri que, de esta forma, replicaban al mismo nivel a los adláteres de Hernández: según Irene Falcón en conversación con el autor, “José Díaz se preocupaba más de las aventuras sexuales de Hernández que de las de Pasionaria” . Gregorio Morán, en una obra tan documentada como desprovista del aparato crítico propio de los trabajos historiográficos, describe la crisis de Hernández como “una tormenta en un vaso de agua, casi un problema doméstico, sin connotaciones políticas, fuera de los aspectos personales”. Más tarde, sin embargo, acierta a contextualizar la crisis de liderazgo en el PCE de los años 40 situándola en un momento marcado por la amargura de una doble derrota, la de la guerra y la de la fe en la superioridad material, organizativa y moral del modelo soviético .
Ricardo Miralles, en su biografía de Negrín, retoma las tesis de Soutwhorth acerca de la conexión Bolloten-Gorkin-Congreso por la Libertad de Cultura-CIA: “Las fuentes que proporcionó Julián Gorkin a Burnett Bolloten, principalmente los libros de Valentín González ‘El Campesino’, Jesús Hernández y Enrique Castro Delgado, por no citar los suyos, fueron ‘orientados’ por él”. Según Miralles, existiría un conglomerado de autores anticomunistas (entre los que incluye a Adolfo Sánchez Vázquez, Justo Martínez Amutio y Julián Gorkin) que habría contribuido a la campaña intelectual de descrédito contra la figura de Negrín. Contra Jesús Hernández se despacha desautorizando la veracidad de su testimonio, basándose en que realiza una errónea descripción física de Orlov – Hernández lo describió como de elevada estatura cuando en realidad era más bajo que él- o porque citase la presencia de Togliatti, en julio de 1937, en una reunión preparatoria de la caída del gobierno de Largo Caballero, cuando “Alfredo” aún no había llegado a España por esas fechas .
El cuestionamiento de la veracidad del testimonio de Hernández es uno de los tópicos más reiterados. Heine lo califica como “de dudoso valor histórico” y para Preston, “la relación venenosa de Jesús Hernández tiene que utilizarse con extremo cuidado”. Desde otra perspectiva, la ensayística, Vázquez Montalbán juzga tardía la conversión de Hernández y rebaja la credibilidad de sus memorias por la anacrónica insistencia en dejar constancia de una adhesión temprana al “comunismo nacional” . Evidentemente, podríamos concluir, la misma prevención habría que aplicar a las memorias de todos aquellos que reflejaron sus vivencias por escrito. Conviene tener en cuenta que entre los comunistas, en particular aquellos formados en el periodo kominteriano, la elaboración de la autobiografía formaba parte esencial de los mecanismos de presentación ante el aparato y de promoción dentro de él, y que de la calificación obtenida dependía, en muchas ocasiones, la recompensa o la sanción. Es probable, por tanto, que en ellas haya una dosis no escasa de autojustificación, pero seguramente no mucho mayor que en otros autores u otras obras del mismo género.

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