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Estudios sobre la historia del movimiento comunista en España

Indalecio Prieto y los comunistas

Releyendo el ciclo de "El laberinto mágico", de Max Aub, me encuentro de nuevo con esta valoración de Indalecio Prieto que siempre me ha llamado la atención:

"Dicen ‘la historia le juzgará’, como si nosotros no fuésemos historia o el futuro valiese más que el pasado o el presente. Alguien me ha contado alguna vez aquella madrugada bilbaína en que dijo: ‘De no despertarme mañana Presidente del Consejo, no me interesa nada’. En aquella época, era una fantasía de la imaginación. Algunos años después pudo serlo y se negó. ¿Por comodidad, rehuir de responsabilidades, inseguridad en sí mismo?
Como tantos, creció, se hizo y acostumbró en la oposición. Orador, prefirió atacar el poder a defenderlo; hombre de partido, pocas veces gozó de la mayoría de los votos de sus correligionarios y, si los tuvo, buscó triquiñuelas para no coincidir con sus compañeros de directiva; jamás se entendió con Largo Caballero ni con Besteiro, amigo de soluciones personales buenas para él con tal de que no fueran compartidas por otros que podían ofrecerlas distintas.
Opositor por nacimiento, periodista por gusto de llevar la contraria, moviéndose como anguila en barro entre chismes, dimes y diretes, llevando sus simpatías y diferencias a categoría superior, dándoles una importancia que no tenían, hinchaba perros, él, tan obeso. Con visión clara de la realidad nunca procuró enfrentarse decididamente a ella más que palabreando. Gracioso, ocurrente, de inteligencia aguda, perspicaz, honrado hasta donde puede serlo un político profesional, amigo de los entresijos del poder, que le sorbía el seso, de gran memoria como lo son indefectiblemente los que andan en eso y aficionados de verdad a la cosa pública; mangoneó durante más tiempo que nadie la política española republicana:
- ¿Qué diría Prieto?
-¿Qué hará Prieto?
No se hacía nada sin Prieto y Prieto no hacía ni dejaba hacer. ¿Con tal de molestar? No, sencillamente porque no se hacía o dejaba de hacer lo que él quería - o quería de otra manera- llevar a cabo. Siempre dijo que no, príncipe de distingos.
Para toda una vida dedicada a la política, los nuevos Ministerios de Madrid, el proyecto de unión de las estaciones de ferrocarril, más parecen obra de alcalde que de ministro.
Su influencia fue personal -extraordinariamente simpático, ocurrente-; su fuerza, la palabra -oral y escrita-; en ella quedó, buena para el escritor que no fue, mala para un político. Sus inquinas de campanario, sus previsiones justas -todas resonantes- le impidieron tener un norte al que se sacrificara; sus odios personales, enardecidos por su agudeza, le llevaron a extremos lamentables para el pueblo que siempre esperó de él tanto o más que de nadie.
Defraudó a todos, menos con la lengua. No usurpó: frustró, inutilizó, dejando sin resultado monumentos y renombres que había contribuido a construir. Teniendo tantas cosas en la mano las dejaba caer al final por desidia, cansancio o, tal vez, por haberse dado cuenta de que sirvió para poco pudiendo haber sido tanto, refugiado en sus recuerdos de juventud.
Sabiéndose superior - lo fue durante años-, gozne sobre el que giró durante unos lustros la política española, se desperdició y a los demás: Vivirá los años suficientes para quedarse solo, mirar hacia atrás, y no remorderle la conciencia.
Gran degustador de zarzuelas y de toda clase de alimentos, gordo, ojos de buey, oportuno en réplica, cazurro, dañó con su clarividencia, aplicado más a su gusto personal que al servicio público, no a su medro. Le perdió, como a tantos otros, el desprecio. Profundamente burgués, hijo de su siglo y no, como quería, de su etiqueta socialista. En esta diferencia entre su marbete y su verdadero pensamiento radicó parte de su impotencia, empeñándole en lo contrario. Díjose disciplinado para centrar las discordias de los demás capitostes de su partido. Así vino a reñir con todos los sobresalientes, más si crecidos a su sombra.
Quien tonto o envidioso hace daño, puede, naturalmente, ganar el olvido. Prieto, que oye gemir el viento en las Antípodas, quedará durante algún tiempo en el de las memorias como uno de los políticos españoles más funestos de nuestro tiempo."

Cuando describe a Prieto, Max Aub lo hace en 1968 desde la perspectiva del desengaño. El retrato lo pone en boca de un joven periodista que escribe un artículo para el diario Adelante del 5 al 6 de marzo de 1939, es decir, bajo el impacto del golpe de Casado. Lo hace desde la óptica de un negrinista que va a asistir al drama del puerto de Alicante y del campo de Albatera y que sabe que ese final ha contado con la aquiescencia de los principales dirigentes de su partido. Ni Negrín ni Prieto se perdonaron, como demuestra su epistolario, ni este transigió con los negrinistas de su partido (Lamoneda, Peña...), a los que expulsaría en México y en Francia entre 1945 y 1947.
A Prieto le incumben grandes errores. Valga en su descargo que no eran solo suyos, sino propios de la trayectoria histórica de su partido, al que la sociedad española otorgó fuerza suficiente para capitanear los profundos cambios que ansiaba pero al que sus dirigentes, presos de un esquematismo teórico huero, de un radicalismo postizo y de una práctica cotidiana medrosa, convirtieron en un acabado modelo de los indeseables efectos de las cosas a medio hacer.
Prieto rechazó asumir la presidencia del gobierno tres veces: Las tres veces contaba con el apoyo de Azaña, de los republicanos y de una fracción parlamentaria de su partido no desdeñable. En todas ellas quiso someterse al nihil obstat de los órganos partidarios aún conociendo la animadversión de los puristas, entre ellos su principal adversario, Largo Caballero. Y si la primera vez, en el 33, se sometió al dictamen de la ejecutiva y de la minoría parlamentaria -controladas por Caballero y Besteiro-, que le vetaron la asunción del cargo, en la primavera del 36 podía perfectamente no haberlo hecho, desplazados como estaban del liderazgo de ambas instancias los citados contrincantes. ¿Que ello suponía dar la batalla a Caballero y arriesgar la escisión del partido? De hecho, el plan y el riesgo ya estaban descontados para Prieto, que contaba con ello en el congreso del PSOE que precisamente no llegó a celebrarse por la sublevación facciosa de julio.
¿Era el "don Inda de los repentes", cómo le denominaba Azaña, el mejor ministro de Defensa posible? No se duda de lo valioso de su esfuerzo para reorganizar el Ejército Popular e incluso para mantener su estructura de mando al margen del proselitismo partidario; ni de sus quince horas de trabajo al día durante meses, teniendo que asumir la pérdida del Norte y las continuas derrotas que anunciaban la ruptura del territorio republicano en dos. Es comprensible su desazón y su pérdida de confianza en la victoria. Pero, ¿qué otra opción quedaba al margen de la política de Negrín de resisitir? ¿Cómo se pasa de querer declarar la guerra a Alemania tras las represalias de la flota nazi por el bombardeo del Deutschland al ofrecimiento a Leon Blum para que buscara una mediación internacional para una "paz honorable"? ¿Y de verdad podía creer en la "paz honorable" con Franco? Y si lo creía, ¿qué hacía dirigiendo el esfuerzo de guerra como ministro?
Por último, hay que convenir en que fracasó en buscar los aliados más recomendables para la restauración democrática en España. Deslumbrado por ese laborismo inglés, tan fabiano y tan desideologizado en la práctica como el propio socialismo español, confió en que Gran Bretaña liderara tras la guerra mundial una especie de reedición del pacto del Pardo que, a cambio de restablecer la monarquía parlamentaria, permitiera al PSOE, aligerado de su ala maximalista, convertirse en la izquierda de Su Majestad. Hay quien le alaba por ello como un precursor de quienes se atrevieron a desprenderse del fetiche de la restitución de la legalidad republicana para lograr la reconciliación de los españoles en un nuevo régimen. Su buena voluntad, en cualquier caso, resultó burlada por los seguidores de Juan de Borbón que, restauración por restauración, acudieron a garante más seguro que, al fin y al cabo, era aquel que se había sublevado bajo la bicolor y a los sones de la Marcha Real contra esa España republicana a la que Prieto consagró lo mejor de sus energías, con resultados decepcionantes.
Respecto a la creencia en la posibilidad de una mediación para la finalización de la guerra, sostenida por Azaña y Prieto - y muy diferente, en cuanto a concepción y fines, de la apuesta por le reedición del "abrazo de Vergara" que hicieron Casado y sus cómplices-, es el resultado de una errónea apreciación de la naturaleza de la guerra civil, vista como uno más de los brutales episodios de violencia que habían asolado el proceso de la revolución liberal en España desde la reacción fernandina contra las cortes de Cádiz hasta la dictadura de Primo de Rivera, pasando por las recurrentes carlistadas y los cuartelazos de los espadones. Ambos minusvaloraban el carácter de "guerra total", de lucha agónica, de confrontación entre proyectos excluyentes hasta la total aniquilación del contrario, que habian alcanzado las guerras del siglo XX. La guerra no fue planteada por los rebeldes como un turno para las fuerzas tradicionales y conservadoras mediante un sacudimiento violento del tablero de juego, al estilo de los clásico pronunciamientos del XIX: era una cruzada que solo podía concluir con la extirpación quirúrgica de la anti-España, la resolución definitiva del contencioso entre orden y revolución mediante la devolución del país al punto de partida previo a 1812, pero con las técnicas avanzadas de represión, exterminio, y encuadramiento de masas de los años 30 del siglo XX. El mismo error cometieron en cuanto al análisis del contexto: anhelaban encontrar en los años 30 la potencia mediadora dispuesta, como los EEUU en la Gran Guerra, a implicarse en poner las bases de un acuerdo internacional para la consecución de un armisticio. Buscaban un Wilson dispuesto a sentar de las orejas al kaiser en una mesa de paz y solo encontraron a un Chamberlain dispuesto a claudicar ante Hitler frente a un mapa roto de Europa.

Cierto que Prieto tenía las ideas mucho más claras -infinitamente más claras- que Besteiro y que Caballero acerca de la imperiosa necesidad de que los socialistas contribuyeran desde el gobierno a impulsar la modernización del país que se proponía la República. El problema es que no está claro si no pudo o no supo resolver la insalvable contradicción que envolvía en un marasmo paralizante a un PSOE que quería ser, al mismo tiempo, gobierno y oposición; tocar poder pero no capitanearlo ni desgastarse con él; reservarse incólume para una revolución a plazo indeterminado e impedir que otros la llevaran a cabo sin su liderazgo.

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